Cuenta la leyenda urbana que, tras perder la segunda vuelta en el 2016, Keiko Fujimori se sumió en un estado que combinaba la ‘kólera’ con el ‘kebranto’. Pero si tal cosa realmente ocurrió, ahora debe estar evocando esos días como una época dorada en la que, tumbada en algún sillón, podía fantasear con su revancha mientras sus 73 congresistas hacían calistenia para desplumar al responsable de la postergación de su acceso al poder.
En la última semana, en efecto, la cantidad de eventos ingratos por los que la reina y señora de la oposición criolla ya se había visto afectada recientemente –popularidad en picada, pérdida de la iniciativa frente a Vizcarra, conducta insumisa de Salaverry en la presidencia del Congreso– se ha elevado hasta alcanzar niveles de paroxismo, y ha hecho pensar a más de uno que, para simbolizar adecuadamente las peripecias de su trajín político, ella debería quizás cambiar naranja por piña.
—¡Oh, cielos, qué mala suerte!—
Desde la menesterosa performance de Fuerza Popular en las elecciones del domingo pasado hasta el rechazo del recurso de casación que presentó para tratar de impedir que se la siguiese investigando bajo la ley contra el crimen organizado –y pasando por supuesto por la detención preliminar a la que está sometida–, todo en estos días ha sido fiasco y sinsabor para la lideresa del fujimorismo. Frecuentemente señalada como poco afecta a respetar el orden institucional, la única ley cuyo cumplimiento no se le puede mezquinar es la de Murphy.
Pero haría mal ella en asumir que el trance por el que atraviesa es simplemente producto de un malhadado alineamiento estelar. Esas cosas solo suceden en las caricaturas. Y aunque la perspectiva de entenderla como un personaje extraído de ese universo resulte tentadora, la verdad es que la señora Fujimori ha labrado minuciosamente su infortunio.
Su vocación por arrasar con quienes considera sus enemigos y proteger a cualquier precio a quienes funcionan como sus amigos la ha pintado como una administradora abusiva de la dosis de poder que obtuvo en los comicios del 2016 y, en consecuencia, la posibilidad de otorgarle una mayor en el futuro se le ha hecho, al parecer, indeseable a mucha gente que antes no descartaba la eventual pertinencia de hacerlo. Tan irritante han llegado a encontrar esos ciudadanos su imagen, que hasta frente a una medida de sustento discutible que la perjudica, como la de su detención preliminar, se muestran complacidos y poco dispuestos a escuchar los argumentos legales que obligarían a evaluarla con ojos críticos.
En el núcleo duro –nunca mejor asignado el atributo– del keikismo, sin embargo, son incapaces de distinguir que la aversión que están cosechando la sembraron ellos mismos. Prefieren seguir imaginando que todo es producto de una vasta conspiración que comprende medios, empresarios, fiscales, congresistas con ideas inexplicablemente distintas a las suyas y, por supuesto, perversos votantes. Que sus enemigos se reúnen por las noches en algún local secreto que todavía no logran ubicar para planear las intrigas y tender los cepos que al día siguiente se cerrarán sobre ellos.
Por eso el pronóstico de la situación del fujimorismo y su lideresa no es bueno. Porque todo indica que van a seguir haciendo lo mismo con el mismo resultado. Le vaticinamos, en suma, tormentas y granizado de tomates para la mañana del día que ustedes quieran, empeorando al atardecer.