Mario Ghibellini

Durante siglos, la doctrina cristiana postuló la existencia del limbo: un lugar al que iban las almas de los niños que morían sin haber sido bautizados y, por lo tanto, no podían ser acomodadas ni en el pabellón de los salvados ni en el de los condenados. Era, por lo visto, un lugar donde no ocurría mucho, pues se nos decía que no había en él castigo ni gozo y que habitarlo significaba pasar la eternidad en una especie de zona fantasma y purgada de estímulos.

Un buen día, sin embargo, hace apenas 16 años, el Vaticano decidió cerrar el local. Canceló el limbo por decreto y dijo que no había que creer más en él, causando gran confusión entre chupacirios y beatas. A pesar de ello, todo habría pasado seguramente pronto al olvido, porque en el mundo contemporáneo son pocos los que viven atentos a las disquisiciones de los doctores de la Iglesia. Pero aquí en el Perú, un grupo de parroquianos del poder tenía planes distintos. Planes cuya ejecución, de alguna manera, ha supuesto la restauración de esa dimensión extraña donde los proyectos no existen.

–Voto y pechuga–

Como se sabe, esta semana la archivó un enésimo proyecto de adelanto electoral, poniéndole punto final a una mojiganga que llevaba ya demasiado tiempo en escena. Hubo votos a favor del predictamen que proponía celebrar comicios generales este año, pero ni quienes los emitieron creyeron por un segundo que aquello tenía posibilidades de prosperar. Lo que hemos visto en los últimos meses es la simulación por parte de distintas bancadas de que el adelanto de marras podía contar con su apoyo… siempre y cuando se cumpliera con una pequeña condición que se les acababa de ocurrir. Unos reclamaban reformas electorales previas y otros, que se convocara de taquito a un referéndum para empujar su sueño inconstitucional de una asamblea constituyente. Pero todos sabían que lo que demandaban no procedería y que la iniciativa señalada, o cualquier otra parecida, terminaría en el archivo. Y en ese ‘todos’ hay que incluir a los que originalmente votaron por la opción del 2024 y después retrocedieron, dejando sin efecto lo que ya se había avanzado. En el fondo, esas conductas contradictorias eran una manera de ganar tiempo para que la turbulencia en las calles amainara y ellos pudieran conservar su curul.

En este punto de nuestra argumentación, debemos aclarar que las elecciones anticipadas no nos entusiasman. En esta pequeña columna, creemos que los ciudadanos deberían siempre hacerse cargo de las consecuencias de la forma en que sufragan. Y lo que sucedió en el 2021 no tendría por qué ser una excepción. En lugar de estar marchando para que las decisiones que tomaron frente a las urnas sean revocadas, los que pusieron en donde están a esos representantes que hoy aborrecen tendrían que apechugar con su capricho de hace año y medio y escarmentar. Y eso vale tanto para las autoridades que llevaron al Congreso como para las que llevaron al Ejecutivo… El problema, no obstante, es que, dada la situación política que vivimos, los incentivos que tales autoridades tienen para no mover un dedo de aquí al 2026 son enormes.

Los lectores avisados habrán descubierto ya que, con excepciones que no conocemos, el cometido principal de quienes llegan a una posición de poder no es sacar adelante reformas o cumplir con alguna promesa que hicieran a los votantes durante la campaña, sino permanecer en esa posición de poder por el mayor tiempo posible. Ahora, si esto es así en condiciones normales, es de imaginar cómo será en las actuales circunstancias, en las que cualquier pestañeo en falso puede despertar nuevamente al ogro que quiso devorarse de un solo bocado a los congresistas y a la presidente semanas atrás.

Es en ese sentido, pues, que el comportamiento que coronó la reciente votación de la Comisión de Constitución puede ser identificado con la instauración de un limbo. Con la inauguración de un trance de inmovilidad que los parlamentarios aparentemente aspiran a sostener hasta el final de su mandato y que, a estas alturas, cuenta con las mayores simpatías del Ejecutivo (porque es evidente que a la señora Boluarte ya se le pasaron los nervios y también quiere quedarse).


–Molicies palaciegas–

De esta conformación parlamentaria, pues, nos tememos que no cabe esperar más que medidas populistas que busquen congraciarla con bolsones de futuros votantes (como autorizar nuevos retiros de fondos de las AFP o permitir el nombramiento de maestros sin examen) o reformas que le abran a sus integrantes el camino a la reelección. Y de la presidente que acaba de cumplir cien días contradiciéndose (como cuando declara: “me consterna que el expresidente Castillo esté detenido”; y luego: “la violencia y el radicalismo dirigidos desde un lugar en la Diroes no nos va a hacer bajar la cabeza”), nada que permita una real recuperación económica. Es decir, nada que se parezca a desbloquear los proyectos mineros congelados hace años o tocar la normatividad laboral que arroja cada día más gente a la informalidad. Porque adoptar medidas como esas supondría chocar con Chocano y ella, al parecer, solo quiere tener contacto con las molicies palaciegas.

El mayor inconveniente de esta restauración del limbo, en realidad, es que nos ha hecho recordar que allí al ladito nomás está el infierno.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Mario Ghibellini es periodista

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