(Ilustración: Mónica González).
(Ilustración: Mónica González).
Mario Ghibellini

Como sabía el buen Teseo, quien se interna en un laberinto corre el riesgo de salir magullado. No fue lo que le ocurrió a él (gracias a las artes de la astuta Ariadna), pero mucho nos tememos que no se puede decir lo mismo de la congresista .

La referida señora, en efecto, se enredó esta semana en un trabalenguas sobre los sueldos de los parlamentarios y la presunta necesidad de ‘sincerarlos’ que la ha dejado un tanto desplumada. En su intento de persuadirnos, además, de que no había dicho lo que prácticamente silabeó, se encebolló más de lo que ya estaba, pues a la ofensa de sugerir que una mayor porción de nuestros impuestos debería estar destinada a recompensar a los padres de la patria por sus fatigas, añadió la de asumir que somos ceporros.

“Nunca he pedido aumento de sueldo para los congresistas. Sí que se sinceren las remuneraciones y se acaben las ‘asignaciones’”, escribió en el Twitter horas después de su inspirada intervención original. Y también: “Cometí un error al relacionar la honradez de un funcionario con el monto de su sueldo”.

La verdad, no obstante, es que en sus declaraciones, la noción del aumento estaba implícita en el sinceramiento demandado. Y por otra parte, si bien es seguro que lanzar la tesis de que “un congresista mal remunerado es la tentación […] para que alguien haga trampa” fue un error, lo que preocupa no es tanto el hecho de que lo haya dicho cuanto la posibilidad de que realmente lo piense.

—Ahora creo, ahora no—

Recordemos los hechos. Después de una confusa alusión a un congelamiento de los salarios congresales para el que ofreció tres fechas distintas (“Son más de 15 años que no han cambiado, ¿no? O diez por lo menos. Fue en el 2016 que se congelaron”, afirmó sucesivamente), la legisladora postuló la necesidad de “sincerarlo todo en una sola fórmula”.

¿Qué quiso decir con ‘sincerar’ y a qué se refirió con ‘todo’? El contexto que provee el resto de su exposición despeja la incógnita. Sentenció ella en ese mismo discurso que los salarios en cuestión “están atrasados” y que “podría[n] ajustarse al costo de vida”. Es decir, ser puestos al día respecto de un costo de vida que se ha incrementado. Y la última vez que cruzamos datos con la realidad, eso era sinónimo de elevarlos.

El sentido de ‘todo’, por otra parte, quedó desbrozado con la frase: “todo lo que estamos recibiendo que se ponga dentro del marco de lo que es una remuneración”. Su propuesta fue, en consecuencia, que a los S/15.600 que recibe cada parlamentario oficialmente de salario, se le agreguen las asignaciones que cobra por distintas razones (como, por ejemplo, los S/2.800 mensuales vinculados a la semana de representación) y que ‘todo’ se integre bajo un mismo concepto.

¿Supondría eso un aumento o es solo una denominación distinta para un desembolso que, en verdad, no variaría? Pues, la lógica sugiere que si aumenta el salario o la remuneración, aumentarán también las gratificaciones. ¿O están ya las asignaciones no salariales incluidas en las que reciben por Fiestas Patrias y Navidad los parlamentarios?

En cuanto a la teoría de que un congresista mal remunerado es la tentación para que “alguien haga trampa”, por otro lado, hay que anotar algunas cosas. En primer lugar, que es obvio que lleva implícita también la demanda de que las remuneraciones actuales suban. Y en segundo término, que abre la puerta para una justificación de actos como aquellos de los que se está acusando en estos días al legislador . O, por lo menos, para adoptar una actitud comprensiva frente a ellos. Una variante del deplorable ‘lo hizo por necesidad’, con el que se busca a veces indulgencias para los delincuentes de toda laya, y en la que no se puede creer un ratito por ‘error’ y al siguiente decir que ya no, como quien pide chepa.

Terminada la autopsia de lo que la congresista realmente estaba planteando, sin embargo, nos parece importante desplazar la atención hacia el hecho de que lo hiciese con medias palabras. A juicio de esta pequeña columna, la pregunta esencial que todo este episodio levanta no es tanto qué fue lo que la señora Araoz quiso decir, sino, más bien, qué fue lo que no quiso decir y por qué.

¿Qué determina, en última instancia, que un parlamentario no pueda reclamar una mejora salarial con todas sus letras si la cree pertinente? ¿Qué convierte a esa eventual demanda en el clamor que no osa decir su nombre?

Hablar de plata puede resultar incómodo, pero un sentido de realidad nos obliga a todos a superar en un cierto momento esa turbación para aprender a solicitarles a quienes se benefician de nuestro trabajo una retribución que exprese razonablemente tal beneficio.

—Quórum interruptus—

La respuesta al enigma, entonces, ha de encontrarse seguramente en circunstancias como la de la falta de quórum que obligó a suspender ayer en el Congreso la sesión matutina en la que debía retomarse la interpelación al ministro de Justicia (había sido citada para las 9 a.m. y, dos horas más tarde, solo había 42 legisladores presentes), o en la cantidad de horas que los parlamentarios se ven forzados a invertir en denunciarse y sancionarse unos a otros por sus constantes tropelías. Pedir más plata para investigarse a sí mismos tiene que ser efectivamente un roche.

El hecho de que la señora Araoz aluda al aumento salarial como si estuviera hablando de Lord Voldemort –“el que no puede ser nombrado”, en el universo de Harry Potter– tiene que ver, en consecuencia, con las dudas que abriga de que los ciudadanos estimemos que su trabajo y el de sus colegas nos reporta beneficio alguno. Así de sencillo y así de complicado. Porque el Poder Legislativo y sus representantes son esenciales para la democracia, pero los primeros en tener problemas para comprenderlo parecen ser ellos.