Esta semana el ministro de Salud, Víctor Zamora, tuvo un momento de iluminación. En respuesta a algunas demandas de la prensa sobre la forma en que el Gobierno había enfrentado la epidemia del COVID-19 en los primeros cien días de emergencia, dijo: “No compartimos la idea de que existe una dicotomía entre la economía y la salud”. Y tenía razón. Se puede, en efecto, librar simultáneamente la batalla en ambos frentes y triunfar... O se puede, también, hacer eso mismo y fracasar. El problema, claro, es que al Gobierno que él integra le calza más bien el segundo de esos diagnósticos.
PARA SUSCRIPTORES: Buscar al más odiado y atacarlo, por Fernando Rospigliosi
En los últimos días, se han escuchado voces que quieren discutir la consideración del trabajo llevado adelante por el presidente Vizcarra en el actual contexto como un fracaso. Bienvenidas sean, pero no olviden que tienen que lidiar con el dato antipático de que la caída de nuestra economía solo será superada en el planeta por las que sufrirán Belice y las Maldivas (ver mapamundi), y con el hecho incontrastable de que el número de nuestros contagiados a lo largo de estos meses ha superado ya al de España e Italia, y nos ha colocado en un expectante sexto lugar en el orbe.
La prueba palpable de que cualquier evaluación de la gestión del Ejecutivo frente a la pandemia promete resultados negativos la dio, en realidad, el propio jefe de Estado este miércoles, cuando montó una escena de película con Robert De Niro para eludir la tarea de hacer seriamente el balance que le tocaba entregarnos en esa fecha a los peruanos.
—El viejo truco de “la historia”—
Con las cifras que mencionamos arriba, Vizcarra sabía que, en su caso, balance y liquidación serían una sola cosa. Las encuestas, además, registraban ya una caída de diez puntos porcentuales en su aprobación en un mes, y nada hacía presagiar que el panorama fuera a mejorar en el futuro inmediato.
Preparó entonces primero el escenario y en el día previo a su comparecencia ante el país, proclamó que “el verdadero balance lo va a hacer la historia”. No contento con ello, además, agregó: “Es la historia la que va a juzgar las decisiones que tomamos en los momentos oportunos”. Una frase en la que, como se ve, adelantándose un poquito a la historia, él ya se permitía estimar que sus decisiones habían sido oportunas.
De cualquier forma, aquello de apelar al juicio de la historia es un viejo truco de los políticos que han desbarrado en su ejercicio del poder para quitarle el cuerpo al veredicto de sus contemporáneos. No se necesita un tribunal integrado por Heródoto, Tácito y Arnold Toynbee para saber que el manejo gubernamental de la situación dramática que vivimos ha sido y sigue siendo calamitoso.
Los cien días transcurridos, sin embargo, reclamaban un balance, y el presidente, en consecuencia, tenía que ver el modo de simular que lo estaba haciendo, pero en realidad evitarlo. Y la mejor manera de lograr esto último era, desde luego, provocar un incidente que llamara la atención de la gente de una forma más poderosa que cualquier aburrida exposición de números.
Es dentro de esta secuencia lógica que hay que ubicar, pues, la amenaza que el mandatario les lanzó a las clínicas privadas durante esa presentación. Como se sabe, lo que les dijo en cadena nacional a los dueños de esas instalaciones fue que, si no querían ser expropiados en aplicación del artículo 70 de la Constitución, en las siguientes 48 horas tenían que llegar a un “acuerdo” con el Estado sobre la tarifa que les cobrarían a los pacientes de COVID-19 que este les derivara. Una tarifa, se entiende, que al Gobierno le pareciera adecuada.
Se trató de un ultimátum, digamos, meridional. O, si se quiere, de una adaptación criolla de la frase “le voy a hacer una oferta que no podrá rechazar”, que los cinéfilos sin duda recordarán. Una bravuconada, en suma, que, como se han encargado ya de poner en evidencia los hombres de leyes, le iba a ser muy difícil hacer efectiva, pero que en el momento cumplía con los propósitos de intimidar y proporcionarle al mismo tiempo el golpe de imagen que necesitaba para que la gente se olvidara de la evaluación. Y también, no lo perdamos de vista, para asegurarle una recuperación en las encuestas (efímera, pero recuperación al fin y al cabo), porque nada hay que encienda tanto las graderías del coliseo como desafiar a los ricos.
Cabe preguntarse, ya que la historia ha sido traída a colación, si no hemos visto algo así en las décadas pasadas. Es decir, a un presidente adicto a la vana popularidad y arrimado contra las cuerdas por el fracaso de su gestión que trata de ganar algunos puntos cargando contra los “privilegiados”, aun cuando sepa que a la larga eso solo va a empeorar las cosas... Y la verdad es que, forzando la memoria, una estampa de 1987 nos viene a la mente.
—Alan vuelve—
Nos referimos, claro está, al intento de estatización de la banca que Alan García anunció el 28 de julio de ese año, cuando ya era evidente el desastre económico al que nos estaba conduciendo su Gobierno. La idea que el líder aprista quiso vendernos en ese momento fue que su programa había fracasado porque los empresarios lo habían “traicionado” y no habían reinvertido en el país.
Cámbiese a los dueños de los bancos de aquel entonces por los dueños de las clínicas de ahora y listo: chivo expiatorio del fracaso y gesto heroico para parecer ajeno a él están servidos.
Todos recordamos, sin embargo, cómo terminó aquel experimento para García. Y muchos podemos anticipar también cómo terminará todo esto para Vizcarra. Una de las grandes paradojas de la vida es que la miseria puede ser abundante.