Primitivo Evanán era un niño cuando dejó todo. Y dejar todo era marcharse de la casa de sus padres, en su natal Sarhua, en Víctor Fajardo, Ayacucho. El niño de 12 años quería ser sacerdote, pero entre él y la sotana se interpusieron los S/.40 mensuales que sus padres debían pagar en el seminario.
La madrugada en la que sus papás peleaban por la venta de unos animales para no frustrar el sueño clerical de su hijo, Primitivo tomó sus únicos S/.150, su poncho, sus ojotas y vino a Lima. Era enero de 1960 y estaba partiendo a escondidas quien décadas después haría que Sarhua sonara en las galerías de arte del mundo.
La última colección de Primitivo se expuso este año en el Museo de la Reina Sofía de España. Antes, su obra se ha paseado por museos de Alemania, Dinamarca, Estados Unidos, Suecia, Israel, Argentina, Chile y más. En toda su trayectoria, ha recibido galardones como el Premio de Gran Maestro del Ministerio de Educación, el premio tricentenario de la Universidad San Cristóbal de Huamanga, el Premio Nacional Amautas de la Artesanía Peruana y otros reconocimientos que ya ni recuerda.
A sus 77 años, cada vez que hace memoria, aprieta los ojos, apoya el codo y se toma la frente para navegar en la fragilidad de sus recuerdos. Cuando no lo logra, llama a su hija Venuca y le pide ayuda.
La vida de Primitivo fue como la de muchos migrantes: apenas llegó a Lima, “unos zambos” le robaron su dinero, durmió en la calle, trabajó de ayudante en anticucherías, en panaderías, alimentó a cerdos, trabajó haciendo la limpieza en el colegio San Silvestre y en las noches, en la misma escuela, estudiaba la secundaria.
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