Cuando terminó de correr, durante el segundo gobierno de Alan García, por 3 ministerios –Mincetur, Produce y MEF- y abortó su candidatura presidencial aprista; Mercedes Aráoz quedó a la vez inquieta y exhausta. Tenía mucho que recapitular para sí misma y para quiénes miraban con desconcierto su ambición. Pero aún era muy temprano para recapitular su vida por escrito.
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Ministra chancona y eficiente, había conseguido firmar varios tratados de libre comercio, lanzar la ‘marca país’ con logo de colita de mono Nazca, haber hinchado para elegir a Machu Picchu maravilla del mundo, entre otros logros de recordación; pero en nada puso más empeño que en conseguir el TLC con EE.UU. Y esto fue lo que calentó la olla que explotó en Bagua.
Ciertamente, Aráoz no estuvo comprometida en las decisiones en torno a la tragedia policial del 5 de junio del 2009 que costó la vida de 23 policías y 10 civiles. Pero aquella había sido motivada por el rechazo indígena al marco normativo impuesto por el TLC y que la cabeza del Ministerio de Comercio Exterior y Turismo (Mincetur) promovía. Es más, había hecho lobby ante varias bancadas diciendo que ese marco era la condición sine qua non firmaban los gringos nada. Por eso, hace esta autocrítica tangencial: “Lo que me faltó explicar –e insisto en hacer una crítica sobre el tema, en primera persona- fue que no era incompatible aceptar los legítimos tratados de los nativos con la implementación del tratado” (pág. 142).
El 2011 era muy temprano para escribir sobre su vida. Hubiera dado la razón a quienes la criticaban hasta llegar al bullying machista, por la ambición de candidatear a la presidencia por un partido al que no pertenecía y cuya historia le era ajena. Para su suerte, los líos internos apristas llevaron a una tumultuosa convención partidaria que ratificó a Jorge del Castillo encabezando la lista por Lima. Ello era rechazado por otra facción y por la propia Mercedes, pues Del Castillo estaba salpicado por el escándalo de los ‘Petroaudios’. De esa forma, tuvo el pretexto ideal para renunciar a una candidatura que la apretaba.
Así acabó el quinquenio en el que Meche entró como una tromba que Alan García supo hacer girar aún más en productividad y competitividad. “Al fin y al cabo, yo había sido, como una vez dijo públicamente, su ministra estrella y me tenía mucho aprecio” (pág. 153). Si eso es lo que según ella, él pensaba de ella; esto es lo que ella piensa de él: “Obsesionado con cambiar la historia nacional y con ella, también su historia personal (…). Su muerte me conmocionó. Fue un líder que hizo de la política una pasión, una forma de vivir y respirar” (pág. 156).
Teníamos que conocer a Mercedes Aráoz lejos del influjo alanista, habiendo procesado las lecciones que no tuvo tiempo de hacer en su momento, poniéndose otra camiseta para poder comparar con la anterior y que le permitiese demostrar en carne y hueso que ella tampoco era un cadáver político (medida que acuñamos para aquilatar a García). Para ello, encontró trabajó en el exterior –jefa de la oficina del BID en México- durante el quinquenio humalista en el que el antiaprismo campante le hubiera impedido figurar. Falta, en su libro, una reflexión sobre el ego alanista y el propio, que no es colosal pero sí considerable; aunque, ¿qué autobiografía, sin declararlo explícitamente en algún capítulo o párrafo, no es un acto de desnudar la vanidad?
Mechita y Martincito
En México conoció el revés de la política. En el Perú, salvo el ‘Baguazo’, todo había sido éxito y crecimiento económico. Hasta que el pasado inmediato le pasó la factura. Se le presentó la posibilidad de candidatear a la presidencia de la OMC (Organización Mundial de Comercio), pues le tocaba a un latinoamericano. Estaba en la terna, pero necesitaba el respaldo oficial del gobierno. El ministro José Luis Silva, del Mincetur, y el canciller Rafael Roncagliolo, le dieron a entender que ellos la apoyaban, pero Nadine Heredia no. Meche dio un paso más y habló con el ministro de Economía, Luis Castilla. “Su respuesta de regreso fue la misma: ‘la señora no quiere’. Supongo que por discrepancia política, por haber sido ministra de Alan García o porque inicié una candidatura por el APRA. No encuentro otro argumento” (pág. 167).
Necesitaba, pues, otra camiseta y se le ofrecieron dos para la campaña del 2016, la de APP y la de PPK. Renunció al BID y escogió la de PPK que le ofreció ser primera vicepresidenta y encabezar la lista por Lima. La primera oferta varió cuando PPK, como quien no quiera la cosa, le contó que el primer vice sería Martín Vizcarra. Superada la decepción, ambos se concentraron en la campaña y trabaron amistad pues además de las exigencias de la plancha, los unía el ser intrusos en el entorno ppkausa.
Meche fue quien le presentó a Martín, al que sería su principal asesor, Maximiliano Aguiar. Cecilia Ames, la esposa de Jaime Saavedra, que es experta en márketing político, compartía un curso con ella en ESAN. Cecilia le sugirió que ‘Maxi’, como se le conocía, podía ayudarla en su campaña al Congreso. Este tuvo que cancelar un trato que había hecho con la candidata fujimorista Nelly Cuadros y apoyó a Meche. Por ese entonces, el marketero Mario Elgarresta y Fernando Rospigliosi para quienes, según Meche, “la campaña de PPK habría sido su segunda aventura juntos” (pág. 191), abandonaron el entorno ppkausa, y esa fue la ocasión para que Aguiar se hiciera cargo.
Susana de la Puente, uno de los motores de la campaña y por quien Aráoz no manifiesta ninguna simpatía, desplazó a Aguiar y enroló al andorreño Jordi Segarra. Sin embargo, Vizcarra, que era el jefe titular de la campaña, mantuvo a Aguiar cerca de sí, y esa relación se estrechó cuando fue presidente.
Por cierto, Meche está convencida que Aguiar fue más que un asesor en temas de comunicación política; fue el estratega de la confrontación con el Congreso. Va más allá y lanza una hipótesis para comprender la esencia del vizcarrismo: “Comprendí que Aguiar tenía claro que la estrategia de Vizcarra debería ser destruir totalmente al fujimorismo, y a cualquier otro aliado político tradicional que se le uniera en el camino, después de su deslinde de Fuerza Popular. Esto, para ir, quizás, a sus orígenes y establecer un pacto con la fuerza de las regiones” (pág. 273).
Para probar su hipótesis, Meche dice que lo mismo que hizo con su aliado fujimorista lo hizo luego con sus aliados antifujimoristas encarnados en Pedro Cateriano: “Ha quedado claro que abandonó a Cateriano ante un Congreso que es su hijo natural” (pág 273.). También dice, en la misma página, que Vizcarra “cedió en la captura del presupuesto nacional por la sostenibilidad de su gobierno”. Esto se contradice con el capítulo en el que, hablando desde la circunstancia de haber sido la última premier de PPK, defiende a este de las acusaciones de favorecimiento a los ‘avengers’ (el grupo de disidentes de Fuerza Popular encabezado por Kenji Fujimori que le permitió salvarse del primer intento de vacancia), sosteniendo que el presupuesto de la república no se puede manipular como muchos creen.
Si hay una falta de equilibrio en el libro es al oponer los retratos de Vizcarra y de Keiko Fujimori a los de García y PPK. Lo que en los primeros es vil deslealtad, falsedad y maniobra artera u obstruccionista; en los otros, sobre todo en PPK, es solo despiste, desfase o impulso tanático. El capítulo donde describe al gobierno de PPK, en el que ella solo activó al final, pues estuvo en el Congreso, se llama, delatoramente, ‘Una geisha agazapada detrás de un biombo’ y, aunque reconoce errores de su bando, carga las tintas cundo habla de la maquinaria demoledora del fujimorismo.
Juro que nunca más
Mercedes es ambiciosa y temeraria, pero si estamos leyéndola y debatiéndola, es por su capacidad de supervivencia, su resiliencia. Cuando, a su entender, mete la pata, la saca con rapidez. Las iniciativas audaces y el control de daños se fusionan en su carrera. Ya lo había demostrado cuando abortó su candidatura presidencial. Y ahora pretende volver a demostrarlo en su primer y último capítulos contándonos los pormenores del ’30S’, el día en que, según insiste, “había actuado en coherencia con mis principios” (pág. 291), pues, para ella, Vizcarra rompió el orden constitucional y ella solo aceptó una encargatura del Congreso, sin saber que pondrían un crucifijo e imbuirían la ceremonia de una ritualidad de toma de mando. Es más, quisieron ponerle una banda presidencial, cosa que ella no aceptó.
Así como rechazó la disolución del congreso, también rechazó la pretensión de vacar a Vizcarra ese día o cualquier otro. Sin embargo, su aceptación del encargo, suponía que estaba de acuerdo con la figura de ‘suspensión temporal’ del presidente, que ella misma reconoce no haberla desentrañado del todo. En cualquier caso, se cuidó de que lo suyo pareciese más un gesto que un acto de gobierno. Así lo reconoció la fiscal Zoraida Ávalos, según cuenta en la pág. 305, cuando archivó la denuncia que le hizo un grupo de congresistas por conspiración, nombramiento ilegal y usurpación de funciones, entre otros delitos. La decisión fiscal, hecha el 13 de marzo de este año, apenas se conoció que el TC legitimó la disolución del Congreso al validar la teoría de la denegación fáctica de la cuestión de confianza; se basó en que al no tener valor el encargo que asumió y no haber realizado ninguna gestión, la denuncia no tenía objeto.
De lo que no se salvó Meche fueron de las consecuencias políticas y personales de haber jurado. En la misma madrugada que llegó a su departamento de Miraflores, “encontré en el espejo del ascensor una inscripción con un insulto dirigido a mi” (pág. 288). Los medios instalaron unidades móviles en su puerta y un espontáneo con un megáfono se la pasó buen rato agitando consignas contra ella. Por si fuera poco, sus aliados de paso le dieron a entender que acataban la convocatoria a nuevas elecciones congresales que había hecho Vizcarra. Renunció apenas un día y pocas horas tras haber dado el paso en falso.
Jurídicamente, Meche quedó en un limbo, además del desempleo forzado. Seguía siendo vicepresidente pues la renuncia que también hizo a ese cargo, recién podía aceptarla el congreso que estaba por formarse. Según cuenta, alquiló su departamento en Punta Hermosa e hizo ‘coaching’, asesorías a alumnos que no se limitan a lo académico, sino a descubrir e incentivar potencialidades. En una suerte de ‘coaching introspectivo’ en un libro que no quiere ser de autoayuda, hay estas líneas a propósito de la soledad:
“Ahora que puedo verbalizarlo de esta manera, puedo decir que la clave es aprender a estar con uno mismo, a no necesitar de un hombre para ser feliz. Ahora sé que para ser feliz me basto yo. Puede ser que algún día tenga pareja, pero será una persona que respete mis espacios como yo los suyos” (pág. 175).
Sobre un retorno a la política, la autora prefiere guardar silencio. Quizá no lo haya pensado, quizá no lo descarte. Apenas menciona el dato de que, si el Congreso no hubiera procesado su renuncia, ella hubiera sucedido al vacado Vizcarra en lugar de Manuel Merino. Pero no hace el desarrollo contrafáctico del dato, porque eso hubiera llevado a más preguntas que asertos.
Queda el testimonio de una economista, de origen mesocrático ascendente, que vivió el pequeño boom de think tanks y tecnócratas en los 80 (se formó en la Universidad del Pacífico e hizo prácticas en Macroestudios que luego se convirtió en Macroconsult) y de la tecnócrata que se hizo mujer política sobre la marcha y nos cuenta cómo algunos lobbies, líos y personalismos, frustran decisiones de estado.
A propósito de los sesgos personales, relata algunos estelares y no se ahorra los propios. Por ejemplo, advierte el celo que le tenía Mercedes Cabanillas durante el gobierno de García, tritura a Alfredo Barnechea por hacerle un inexcusable desaire en la campaña del 2016, y formula duras críticas a su antecesor en la PCM, Fernando Zavala.
A Zavala lo acusa de haberse dejado llevar por sus asesores con “respetable posición política de izquierda” (David Rivera, Daniel Olivares, Carlos León Moya y José Alejandro Godoy, según su recolección en la pág. 243) y haber forzado una cuestión de confianza rechazada por la mayoría congresal, que, de algún modo, fue seminal para entender la confrontación durante el vizcarrismo. También menciona la participación incidental de Rosa María Palacios, Gustavo Gorriti, Cecilia Valenzuela y Paola Ugaz, a favor de PPK, en el último tramo de la segunda vuelta del 2016. Un ‘name dropping’ de colegas y líderes de opinión que podría ayudar a dar eco a un libro que, por los cargos y trances vividos por su autora, queda para la historia.
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