El británico Michael Reid escribe desde España sobre América Latina para “The Economist”. Visita con frecuencia el ‘Continente olvidado’ –título de un célebre libro suyo– y la última vez, hizo una gira que incluyó la cobertura de nuestras elecciones del 26 de enero. Risueño, admite que lo sorprendieron el pescadito del Frepap y una rigurosa e insólita ley seca.
—Cuando abordamos la región solemos hablar de ciclos de autoritarismo y de estabilidad democrática. Al subrayar el lugar común, ¿no subvaloramos las peculiaridades nacionales?
Siempre ha habido peculiaridades nacionales en esta región grande y diversa; pero, dicho esto, la región como un todo está en un largo ciclo de estancamiento económico y descontento sociopolítico. Del 2003 al 2012 la tasa promedio de crecimiento fue de 4,1%; del 2013 al 2019 ha sido de 0,8%, que es menos que la tasa de crecimiento de la población. El descontento se ha manifestado de tres formas: la elección de populistas en los países más importantes, Brasil y México; la oposición ganando en todas las elecciones; y las protestas.
—También solemos dividir la región en bloques geopolíticos, como el Mercosur o la Alianza del Pacífico. ¿Hay que redibujarlos?
La gran asignatura pendiente sigue siendo la integración regional. Se ha dado prioridad a proyectos que reflejaban los valores políticos pasajeros de los gobiernos de turno en vez de los intereses nacionales. Varios proyectos han fracasado por eso. Unasur fracasó, Celac en gran medida fracasó, el Prosur de Piñera fue un nonato. La apuesta ahora es acercar la Alianza del Pacífico y el Mercosur, pero Mercosur está dividido, con Brasil, Paraguay y Uruguay más abiertos, y Argentina más proteccionista.
—¿El bloque chavista está casi disuelto?
Está muy disminuido. Venezuela, Cuba, Nicaragua y una que otra pequeña isla en el Caribe. Cayó Bolivia y Ecuador y [Alberto] Fernández [presidente de Argentina] intenta mantener una equidistancia entre Maduro y Trump, a diferencia de Cristina [Fernández].
—Fernández estuvo muy activo en el periplo de Evo Morales hacia México.
Era importante que Morales saliera del país y con garantías. En el pasado, la costumbre del asilo era que el asilado se comprometía a no entrometerse. Eso no se está cumpliendo en su caso. Pero lo importante es que haya una elección libre y emerja un gobierno que ojalá sea de concertación, un gobierno moderado que supere la polarización que hay en Bolivia.
—Maduro entraña un doble fracaso para el Grupo de Lima, ¿no? Sigue ahí y exporta su crisis humanitaria.
Es un fracaso de América Latina y de la administración Trump, que suscribieron la tesis, con cierto delirio, de que las sanciones económicas serían suficientes para derrumbarlo. Un año después está claro que no. Es muy difícil derrumbar con métodos pacíficos una dictadura a la que no le importa su costo humanitario. Pienso que la única salida es una transición negociada que dé garantía a quienes forman ese régimen. Pero esa perspectiva parece aún lejana.
—Luis Almagro es voceado para un nuevo período en la OEA. En nombre del fracaso en Venezuela, ¿habría que refrescar la OEA?
Almagro entró en la OEA y tuvo el valor de hablar claro sobre Venezuela. Pero también comparte ese doble fracaso. Si se piensa que es necesario un replanteamiento estratégico, en principio podría relevarse en la OEA.
—El Caso Lava Jato explica en buena parte el desprestigio de la política en la región, ¿no?
Hay varias fuentes grandes de descontento. Además del estancamiento económico, está que América Latina sigue siendo muy desigual. Si bien el índice Gini ha bajado, hay otras dimensiones de la desigualdad altas: el acceso a bienes públicos, ante la ley, de trato y oportunidades. Mientras el crecimiento era más alto, ofrecía movilidad social y la desigualdad era más aguantable. Otro factor es el desprestigio de la política, eso tiene que ver con la corrupción y el financiamiento político indebido. Ahí el Lava Jato ha jugado un papel destacado.
—En el Perú, el impacto del Lava Jato y el desprestigio se ha concentrado en la élite política.
Efectivamente, los fiscales han centrado su atención en los políticos más que en los empresarios. En Chile, todas las instituciones, con la sola excepción de los bomberos, están desprestigiadas, según las encuestas. En Chile, sorprendió la violencia y la duración del estallido y muchos piensan que va a volver en marzo. Ahora ya tienen una ley de competencia moderna semejante a la de EE.UU. Si esa ley fuera retroactiva, algunos destacados empresarios estarían en la cárcel. Concertaron precios, abusaban del costo de las medicinas, que es aún más alto que en el Perú. Además, hay un sistema de salud segregada, donde la mayoría, que se ufana de ser de clase media, padece un sistema de salud público precario. Y hay que tomar en cuenta que cuando se introdujeron las AFP se dijo que al final la pensión iba a ser el 70% del sueldo. Ahora es el 30%. Ha habido cambios y reformas, pero demasiado poco, demasiado tarde.
—En el Perú nos preguntábamos por qué no estallamos juntos y pensamos que era por nuestra informalidad, los juicios del Lava Jato. ¿Señalas otras respuestas?
Por más controvertida que fuera la decisión de Martín Vizcarra de cerrar el Congreso y convocar nuevas elecciones, fue una válvula de escape. El hecho de ver políticos en la cárcel también es importante. En Chile no hay ni empresarios ni políticos procesados. En América Latina hay una demanda ciudadana de víctimas sacrificiales; en el Perú, más allá de errores puntuales en algunos procesos, se ha cumplido con esa demanda. La informalidad que mencionaste, efectivamente, tiene costos, pero da cierta flexibilidad, menos rigidez que en Chile.
—La informalidad da soluciones imaginativas a la política. Por ejemplo, los partidos se acomodan a los personalismos.
La ventaja es una cierta fluidez, la desventaja es una gran fragmentación y la infiltración de intereses privados ilícitos, hasta la captura de partidos por esos intereses. La agenda de reforma política del Gobierno me parece conceptualmente correcta e importante. La no reelección de congresistas sí es un error y falta completar la agenda con la bicameralidad.
—La propuesta de la no reelección revelaba que el interés de Vizcarra estaba más en enfrentar al Congreso que en la reforma en sí. ¿No le falta una narrativa asociada a su gestión?
Es correcta la agenda de reforma política y de justicia, y la JNJ parece ser un avance. Dicho eso, no se puede vivir siempre de una agenda anticorrupción. Un intento de hacerlo traería el defecto de que la gente piense que todos los políticos son malos y corruptos; y no podría haber democracia en esas circunstancias. Hay otra agenda que tiene que ver con las condiciones concretas de la mayoría de peruanos, con los déficits en salud, educación e infraestructura. Pienso que el Gobierno está haciendo algunas cosas ahí, lo que puede, pero falta más. Por ejemplo, falta crear un sistema de salud universal. Si no se enfrenta esa agenda, hay el riesgo de estallidos nacionales.
—Sin embargo, temas de salud están recogidos en algunos decretos de urgencia dados en el interregno. Pero en su discurso, el Gobierno pone más acento en la reforma política.
Para usar la palabra de moda, la narrativa anticorrupción es más simple y directa que la narrativa de necesitar un Estado eficaz que provea bienes públicos, mejor educación, diversificación de la economía, enfrentar el cambio climático. Vender esto políticamente tal vez es el gran desafío para el próximo gobierno.
—Pasaste el 26 de enero acá, ¿te llevaste algunas impresiones particulares?
El pescadito, el Frepap, es un movimiento extraño en el mundo moderno, pero expresa esa capacidad de los sectores populares peruanos de inventar representaciones políticas. Pero también llamó la atención el resultado de UPP y Antauro Humala. Es una llamada de atención seria porque es un proyecto político fascista. A nivel anecdótico y trivial, me llamó la atención que en un país donde el cumplimiento de la ley es a veces opcional, se cumpla tan rigurosamente la ley seca, que es un anacronismo del siglo XIX.