Ya no está vivo, por lo tanto no es candidato, no preside ni conduce al Apra, no es acusado ni investigado por el Ministerio Público ni por la PNP (si alguna vez lo interceptó en secreto); pero Alan García, con insólita persistencia, sigue planeando sobre la escena nacional.
Hasta tiene fechas de aparición. El sábado 23, se difundirá en librerías su “Metamemorias” (Planeta) y ese mismo día será presentado por Mirko Lauer, Carlos Meléndez y Mariella Balbi en el Colegio de Ingenieros.
No puede haber una investigación fiscal a un fallecido, pero el caso de su exsecretario en Palacio Luis Nava trae constantes revelaciones que lo tocan. Recientemente trascendió que un técnico en edificaciones y un ingeniero confirmaron al equipo especial Lava Jato las declaraciones de Nava sobre la compra de un terreno en Las Casuarinas.
Ese trascendido se contrapone al descargo de su expareja Roxanne Cheesman, que reconoce que, en efecto, García compró el terreno en el 2012 por US$424 mil, pero luego cambió de opinión y pagó una penalidad del 10%. Más inquietante es la espera por las próximas declaraciones de Jorge Barata, en las que, siguiendo el hilo de Nava, el brasileño deberá responder a los fiscales por el trascendido del dinero que le habría entregado en loncheras.
Por lo demás, en la campaña electoral que se nos viene, el recuerdo de García será enarbolado por los candidatos apristas y, de hecho, contestado por quienes polemicen con aquellos. De inquietante manera, el dos veces presidente sigue siendo líder, caso y parte judicial y, ahora, autor de un libro de 500 páginas sobre sí mismo.
—Nunca lineal—
Es difícil que a un editor le plazca el título “Metamemorias”. Pero para su familia, interpretando la voluntad de García, la palabra no era negociable. Cuando lo cogió la ventolera de escribir sobre su vida, caminando en las calles de Madrid, en el 2017, tal como él mismo cuenta en el libro, ya tenía el nombre. Alguien de su entorno me cuenta que, desde su introducción, García quiere dejar en claro que estas memorias no son cronológicas sino abiertas a la digresión de tiempos y personas que lo marcaron. Lo explica con profusión de citas filosóficas que, si preferimos ser simples, se pueden resumir en que se trata de una memoria de sus memorias.
Hay tres personajes claves a los que dedica largos capítulos que son pretexto para revisiones críticas y autocríticas de la historia del Perú y de sus dos gobiernos. Ellos son Haya de la Torre, su abuela materna Celia Rojas y su padre, Carlos García Ronceros. El capítulo sobre este último ha sido publicado por El Comercio, así que es el único que, por ahora, podemos analizar.
Alan García conoció a su padre siendo un niño con uso de razón. Este había estado ausente, preso por tercera vez. Fue un dirigente aprista clandestino, silencioso, muy austero, nunca quejumbroso. Su personalidad era opuesta a la de su hijo; y este, al describirlo, da a entender que la efusividad que extrañaba en él la halló en su abuela Celia. Pero no le reprocha nada y, más bien, lo reivindica porque lo enrumbó en la política, y reconoce que el cariño que Haya le tenía a Carlos fue crucial para que el líder lo protegiera y alentara.
García no intenta, figurativamente, ‘matar al padre’ como han hecho varios intelectuales latinos al evocar a los suyos. Como hizo, por ejemplo, Mario Vargas Llosa en “El pez en el agua”. ¿Habla sobre MVLL?, pregunto a mi fuente. No me quiere responder, pero presumo que sí. Sí lo hace, me cuentan, de Fernando de Szyszlo, quien antes de morir junto a su esposa dejó una deslenguada autobiografía, “La vida sin dueño” (Alfaguara, 2017), en la que, entre sus amigos ilustres, destaca, por supuesto, a MVLL y también a García.
Habla sobre mucha gente y circunstancias, desde Francois Mitterrand, el expresidente francés que lo protegió en su exilio parisino de los 90, hasta sus colaboradores y adversarios políticos.
Habla de sus casos judiciales y, aunque no me cuentan más sobre ello, podemos presumir que proclama su inocencia como lo hizo hasta en las dos últimas breves entrevistas televisivas en la víspera de su muerte el 17 de abril del 2019, siete meses atrás.
Por cierto, hasta esa víspera siguió corrigiendo y dando vueltas al libro que, en lo esencial, ya estaba acabado semanas atrás. La familia y los editores han optado por no alterar nada, salvo mínimas correcciones y al establecer la compilación fotográfica.
Hay referencias a su encierro en la embajada uruguaya, de modo que se confirma que siguió reescribiendo las memorias durante ese asilo frustrado. Esta es la autobiografía de un hombre que ya había tomado la decisión de matarse antes de poner el punto final al texto. Eso le da una extraña cualidad, pero no es necesariamente apuro, desesperación o desgarro. O resentimiento ante los adversarios, como sí se percibe en la carta que se leyó en su velorio. Al menos, nada de esto se lee en el capítulo que hemos conocido.
Por lo menos, tres personas de su entorno me aseguran que la dura carta fue escrita aproximadamente en octubre del 2018, antes del episodio uruguayo. Sin embargo, al menos en el capítulo publicado en El Comercio, no predomina el lamento ni la queja por los motivos que expone en la carta. Lo que sí vemos es una revisión histórica y biográfica en tono grave y enciclopédico, a veces invocando teorías de grandes autores, para acabar en opiniones tajantes y personales. Reaparece, por instantes, el Alan García que nos era tan familiar.