“Este gobierno un poco más y les va a dar respiración boca a boca. Porque así estamos dándole de aliento a la inversión privada”. Con esas palabras el presidente Ollanta Humala resumió la actitud de su gobierno frente al empresariado, aquel que, por segundo año consecutivo, sigue retrayendo sus apuestas en el país.
¿Es cierto que tenemos empresarios ociosos que no quieren trabajar, como parece sospechar el presidente, y que su gobierno no podría hacer más por alentarlos?
Veamos primero qué dicen las mediciones independientes y detalladas del índice de libertad económica de la Fundación Heritage y “The Wall Street Journal”. El puntaje histórico más alto desde que existe esta herramienta lo logramos en el 2001, cuando alcanzamos 69,6 puntos sobre 100. A partir de ese año, la libertad económica, en promedio, dejó de mejorar.
Al final del gobierno de Alejandro Toledo retrocedimos a 60,5 puntos. Al final del de García logramos 68,7 puntos. Y en la última medición, correspondiente al índice publicado este año, retrocedimos un paso, llegando a 67,7 puntos. Nunca, vale la pena señalarlo, hemos podido colocar-nos en las dos primeras categorías de libertad económica (el promedio de los países en la primera categoría, la de economías libres, es de 84,6).
Lo cierto es que, en el agregado, ni este ni los dos gobiernos anteriores han hecho mayor esfuerzo al que se hizo en la década del 90 para volver a nuestro país un espacio más amigable para la inversión privada. En esta administración, además, se han sumado una recatafila de normas y hechos que fueron muy simbólicos y representativos del interés de parte del oficialismo por lograr un mayor control estatal de la economía. A continuación va una lista por si la memoria falla.
Desde los inicios del gobierno se trató de ampliar la participación de Petro-Perú, Enapu, el Banco de la Nación y Agrobanco. Se aprobó la moratoria de los transgénicos y la ley de la comida chatarra. La Onagi empezó a multar a las tiendas que no le pidieran una autorización previa para realizar promociones comerciales. Se aprobó una restrictiva ley de seguros. Se creó para las mineras el impuesto a las sobreganancias y el aporte por regulación.
La Sunat obtuvo la herramienta de la norma antielusión para cobrar discrecionalmente en supuestos en los que no existe una obligación tributaria. La norma de seguridad y salud en el trabajo impuso deberes irrazonables y costosos a los formales. Se forzó a incurrir en el inútil gasto de auditar los ingresos financieros a todas las empresas con ingresos mayores a S/.11 millones.
Se establecieron estándares de calidad del aire que no existen ni en los países desarrollados. Hubo una gran controversia acerca de si se habían vuelto impredecibles las multas de la OEFA. La intervencionista ley universitaria fue aprobada y se crearon barreras que hacen casi imposible el ingreso de nuevas instituciones de educación inicial al mercado.
Los ejemplos, en fin, sobran y el espacio falta. Estas medidas, además, fueron acompañadas por icónicas declaraciones del presidente en las que hacía gala de su poco conocimiento de qué requiere una economía saludable (como sus alabanzas al modelo de Velasco) y el significativo fracaso en la defensa de megaproyectos como Conga y Tía María.
Ningún gobernante que quiera alentar la inversión se puede dar el lujo de tomar todas estas acciones intervencionistas. Pero uno, como Ollanta Humala, que desde el inicio y por sus antecedentes generaba tanto recelo para los empresarios, solo podía lograr el efecto de sumarle temor al susto. Peor aun cuando los vientos internacionales no soplan a favor.
De esta forma, como sucede si se le da respiración boca a boca a un sujeto sano, cuando el gobierno del señor Ollanta Humala ha acercado sus labios a los de los inversionistas, a menudo los ha sofocado en vez de darles aliento. Y explica mucho de nuestra falta de rumbo económico que el presidente confunda la acción de revivir con la de ahogar.
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— Política El Comercio (@Politica_ECpe) agosto 6, 2015