Con la renuncia del Tribunal Constitucional (TC) a pronunciarse sobre el artículo 113 de la Constitución, o la permanente incapacidad moral como causal de vacancia del presidente de la República, no queda más que pensar en cómo lidiar con esa papa caliente desde el terreno político. Y ello exige considerar tanto las reglas formales como informales que guían el comportamiento de los actores.
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Se podría argumentar, como parece haber sugerido la decisión del TC, que la figura de la vacancia representa una válvula de escape democrática, donde el hecho de que existan 87 o más congresistas dispuestos a vacar a un presidente significa que algo hizo el jefe de Estado para merecerla. Similar a una moción de censura en un régimen parlamentario, como sucedió en España en el 2015 cuando el gobierno de Mariano Rajoy cayó por un escándalo de corrupción.
Abona a favor de este argumento que una crisis de gobierno no tiene que llevar necesariamente a una crisis del régimen político, riesgo que el politólogo Juan Linz destacó en 1990 informado por casos dramáticos como el de Salvador Allende en Chile, pero que se ha logrado evitar en tiempos recientes. La inherente y peligrosa rigidez del presidencialismo es flexibilizada con una moción de vacancia que oxigena el régimen político.
Para otros, el temor es que siga existiendo un dedo dispuesto a apretar ese botón nuclear. Analistas como Mirko Lauer y Eduardo Ballón alertan sobre una fragmentación parlamentaria y un gobierno en minoría a partir de julio del 2021 que no haga más que prolongar la inestabilidad presente. Es cierto que se ha normalizado el uso de una medida extraordinaria, pero también lo es que la situación que vivimos desde el 2016, y de forma más acentuada desde el 2018, es singular. Si miramos atrás, queda claro que el Poder Ejecutivo siempre ha contado con una línea de defensa en el Legislativo. Muy poco disciplinada, como en el caso de Perú Posible (2001-2006), que empezó con 46 congresistas y terminó con una docena menos tras un lustro, pero también muy ordenada y subordinada a la línea partidaria, como lo fue el Apra (2006-2011), con sus 36 congresistas originales. El Partido Nacionalista (2011-2016) empieza con 43 y pierde unos cuantos rápidamente, pero en ningún caso existió el riesgo aritmético de una vacancia a manos de un Congreso opositor.
¿Qué hacer si se repite un escenario similar al actual? De aquí en adelante, un presidente enfrentado a una mayoría opositora como en el 2016 debería buscar conformar un gobierno de coalición o una alianza por la gobernabilidad que logre sacar de la ecuación los números requeridos para una vacancia. Ello implicaría ceder carteras ministeriales y, de ser necesario, la propia Presidencia del Consejo de Ministros. Si bien el rol constitucional de dicha figura es muy acotado, y no se presta a una figura como la del primer ministro en un sistema semipresidencial, la PCM como organización ha concentrado mucho poder y recursos que la convierten en una carta atractiva a negociar, y que incide en la conformación del Gabinete en general.
Ante una oposición intolerante e inflexible, la otra alternativa es acelerar los procesos que vivimos estos años y recurrir sin temor a la cuestión de confianza, que de darse en forma negativa por partida doble facultaría al presidente a disolver el Congreso y llamar a elecciones para que la ciudadanía resuelva el impasse en las urnas.
Ambas salidas tienen algo en común. En dos palabras: hacer política.
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