El Estado impostor, por Juan Paredes Castro
El Estado impostor, por Juan Paredes Castro
Redacción EC

El presidente padece del mismo mal que no pudieron ocultar Alan García y Alejandro Toledo: creer que la jefatura de Gobierno lo es todo y que la jefatura de Estado es absolutamente prescindible.

Lo triste es que Humala carga con los efectos acumulados de esta enorme omisión, ya sin posibilidad alguna de revertirla en la recta final de su mandato.

El punto es que la histórica falta de ejercicio real y efectivo de la jefatura de Estado, por la absorción casi total del tiempo presidencial en las tareas de gobierno, ha abierto una profunda brecha en el funcionamiento del país.

Es más: hemos perdido, a causa de ello, importantes horizontes de mediano y largo plazo, prácticamente irrecuperables.

El desastroso saldo del proyecto de regionalización, traducido en el dispendio y la pillería de recursos, recuerda, por ejemplo, la alocada carrera del gobierno de Toledo por convocar la elección de presidentes (¡qué tal título, por Dios!) de regiones que aún no estaban creadas, y el error garrafal del gobierno de García de suprimir el Consejo Nacional de Descentralización (CND), que constituía un básico nivel de control del Gobierno Central sobre las competencias transferidas al interior del país.

Lejos de reforzar el carácter unitario del Gobierno y del Estado, Humala dejó aun más sueltas a las regiones en el manejo ineficiente y corrupto de sus presupuestos millonarios, en parte destinados a pagar escandalosas facturas de campañas electorales, como las que ahora se investigan en el Caso Belaunde Lossio.

Por carecer de una jefatura de Estado abierta, convocante, concertadora y premunida de autoridad suprema, tampoco ha habido reformas políticas de fondo, después de la herencia constitucional y macroeconómica de Fujimori, de la que todavía vivimos a contracorriente de los fantasmas de ese tiempo.

¿Qué garantía sólida y duradera podemos esperar en la lucha contra el crimen organizado y la corrupción generalizada, si el fiscal de la Nación es elegido de entre cuatro o cinco colegas suyos y a puertas cerradas; si el presidente del Poder Judicial emerge de ese mismo mecanismo de cenáculo y argolla; y si el ministro del Interior, a cargo de la conducción y las estrategias de gobierno en materia de seguridad interna, desciende a las funciones propias del director de la Policía Nacional?

¿Dónde están los filtros de Gobierno y Estado, con los criterios y controles debidos, capaces de poner en su sitio las jerarquías y las piezas ad hoc de las funciones públicas que la ley y la Constitución reconocen, incluida la PCM?

Lo peor de todo es que los peruanos acabamos cobijados bajo un Estado impostor, que finge lo que no es. Encima, todos, absolutamente todos, contribuimos a vivir la fantasía de que de este Estado amorfo, ineficiente, errático, sin rumbo claro ni oscuro, podemos esperar muchas cosas, mientras el sistema político que lo sostiene sufre una catastrófica descomposición.

Para que el Estado funcione y, por consiguiente el país, necesitamos que el presidente de ahora, si aún lo quiere, y los de mañana le pongan gerencia y dirección verdaderas desde sus propios despachos.

Nuestro crecimiento económico sin duda lo agradecerá, antes que sea, por supuesto, demasiado tarde.