Hace unos meses revisé para un curso algunos textos liberales de fines de los ochenta e inicios de los noventa. “El otro sendero” de De Soto, Ghibellini y Ghersi, artículos de Mario Vargas Llosa en “Contra viento y marea”, documentos sobre pensiones y educación, entre otros. Ese liberalismo crítico del modelo de industrialización por sustitución de importaciones encontró un vehículo político en el Movimiento Libertad. Varios de sus proyectos serían parte de las reformas del fujimorismo.
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Uno encuentra en esos textos lo que todavía se ve hoy en el liberalismo peruano, más neoliberal o libertario que otros en el mundo: críticas a un Estado siempre ineficiente sin evaluar los costos de un Estado débil o una visión exagerada de las virtudes del mercado para solucionar una serie de servicios públicos, entre otros.
Pero hay algo distinto de ese primer liberalismo y que recordé estos días en que diversos liberales han salido a defender el modelo económico con argumentos conservadores. Hay en ese primer liberalismo una promesa de cambio social, libertad pero también un camino hacia más bienestar. Y una mayor promesa de control de los intereses poderosos que afectan al mercado. Si bien comparten el mantra actual de que de buenas intenciones redistributivas está empedrado el infierno, hay también una promesa de cambio y mayor cautela frente al poder privado.
Reducir trámites permitiría surgir a una riqueza popular oculta por la ineficiencia estatal. La competencia controlará a los mercantilistas que viven del Estado. Abrir al lucro la educación llevará a mejor calidad, pues los consumidores fiscalizarán el servicio. Habrá más trabajo pues nuestras ventajas competitivas, asfixiadas por regulaciones absurdas y proteccionistas, se harán evidentes. Las pensiones privadas se generalizarán y harán de cada ciudadano un guardián de su fondo. Y así.
Algunos dirán que sus medidas nunca se implementaron bien, por eso no se cumplieron las promesas. Otros insistirán en que se ha logrado muchísimo como para criticar. Por mi lado, creo que hubo ingenuidad e intereses que minimizaron los problemas de las propuestas. Pero no pretendo debatir aquí los aciertos y errores de ese liberalismo. Quiero, más bien, resaltar que ese liberalismo hubiese mirado con sorpresa los argumentos conservadores usados hoy para defender al modelo de las críticas.
Los liberales de hoy señalan cosas como las que nos dijo la Confiep el 20 de mayo último: el acaparamiento es negativo, pero no es mucho lo que se puede hacer. O que los costos de servicios privados reflejan los costos reales, como si no existieran mercados ineficientes o en los que se cuela el poder. O que ya existe la regulación para corregir errores, sin discutir que esa regulación es limitada y se ve con desconfianza. Conservar, sin un horizonte político de mejora. Es lo que hay.
¿Por qué debería preocuparnos esta discusión a quienes consideramos que varios de nuestros problemas se explican, además de la corrupción y la mala gestión, por esta visión liberal, vieja o nueva, del Estado y la política? Pues porque comparto la preocupación de que el desprestigio de lo que tenemos invisibilice los costos de esquemas del pasado, y que más que una crítica técnica y política a lo que hay pasemos a un desmadre. Pero con su actitud de predicar desde el Olimpo, de ser poco empáticos con el sufrimiento, creo que nuestros liberales criollos contribuyen a ese desmadre.