Creo que a estas alturas no es necesario señalar que el Perú está viviendo una situación absolutamente extraordinaria. Ni el país ni el mundo estaban preparados para enfrentar una epidemia como la del COVID-19. Es por ello que casi todas las decisiones se van tomando sobre la marcha, a medida que aparecen los problemas.
En estas circunstancias es indispensable que el liderazgo esté centrado en el Ejecutivo. Si a la incertidumbre de qué va a pasar se le añade el componente de diversos actores tirando cada quien para su lado, lo único que se va a lograr es generar una sensación de caos que exacerbará los ánimos de la ciudadanía, afectará -más- la economía y podría ser contraproducente para salvaguardar la salud de los peruanos.
En esa línea, las dos instituciones que corren el mayor riesgo de, en su ánimo de ayudar, terminar estorbando la gestión de la crisis sanitaria que vive el país son la contraloría y el Congreso.
En el caso de la primera, su titular, Nelson Shack, declaró hace algunos días en RPP que la institución ya estaba preparando una “iniciativa legislativa para fortalecer la capacidad sancionadora de la contraloría y también introducir mayores penas sobre la parte administrativa”. Si bien Shack completaba la entrevista diciendo que su intención era evitar que “funcionarios públicos deshonestos e inescrupulosos lucren en esta situación tan delicada”, lo cierto es que no hay que ser un experto en administración pública para saber que el efecto de endurecer las normas va a ser el opuesto. Es decir, que más que disuadir funcionarios corruptos, va a asustar a los funcionarios honestos que tengan que tomar decisiones poco ortodoxas en estas circunstancias.
Tal vez sería mejor que la contraloría oriente sus esfuerzos en diseñar un marco normativo que se adapte a las condiciones impuestas por el coronavirus y que le permita a los funcionarios realizar su trabajo con más tranquilidad.
La otra institución que parece no estar entendiendo su rol en la crisis es el Congreso. Sus representantes se empeñan en viajar por el país y en realizar un pleno presencial con 70 parlamentarios. Ambas medidas son francamente inexplicables en un contexto en el que todo el país está en cuarentena.
También se ha propuesto la conformación de una comisión para “fomentar una mayor concientización de la problemática del coronavirus, con el fin de formular las estrategias de prevención y lucha frontal; y realizar el seguimiento y evaluación de las medidas implementadas por el Poder Ejecutivo para combatir al coronavirus” y más de un congresista ha presentado ya proyectos legislativos de carácter económico vinculados a la crisis.
El Congreso es una institución indispensable para la democracia y es correcto que se mantenga vigilante frente a potenciales errores del Ejecutivo en la crisis. Sin embargo, por el momento, su principal función es cederle las facultades legislativas al gobierno y solo intervenir en las políticas relacionadas a la pandemia en caso sea absolutamente indispensable. Por ejemplo, para denunciar abusos por parte de la policía o las FF.AA.
La toma de decisiones en esta coyuntura debe ser técnica y centralizada y, por ello, lo mejor es que las instituciones del país empiecen por preguntar qué se necesita antes de pecar de proactivos y terminar estorbando más de lo que ayudan.