La única ventaja de la aguda fragmentación del próximo Congreso, es que si ganara la presidencia –digamos- Lescano, le sería difícil aprobar sus propuestas más radicales, particularmente las que implican cambio constitucional. Solo contaría con el voto favorable de Juntos por el Perú y Perú Libre (si pasa la valla), y quizá del Frepap. Incluso en su propia bancada el consenso será difícil.
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Pero la otra cara de esta medalla es que si ganara algún candidato de centro o de derecha, difícilmente podrá lograr la aprobación de las reformas que se requiere para sacar el país adelante, que comienzan por modificar algunas de las leyes aprobadas por este Congreso que generan un déficit fiscal inmanejable, anulan toda posibilidad de avanzar a un Estado meritocrático y eficiente y malogran motores y mecanismos de crecimiento.
Quién asuma la presidencia el 28 de julio tendrá que reconstruir el país no solo por los enormes daños ocasionados por el excesivo cierre de la economía en la primera cuarentena y una pandemia que no acaba nunca, sino, peor aún, por los daños ocasionados por el Congreso a la capacidad misma de recuperación nacional.
Entonces el desafío será inmenso y para esa tarea no tiene sentido plantearse solo un pacto de no agresión o algunos acuerdos mínimos en torno a temas poco controversiales. Un presidente que quiera recuperar la inversión privada de todos los tamaños, incluyendo por supuesto la minera, y quiera reformar el Estado para tener servicios públicos eficientes, necesitará tener una coalición de gobierno que apoye sus propuestas.
No le será nada fácil, porque eso supone restablecer niveles de libertad económica perdidos hace años y supone también una decisión política contraria al clientelismo reinante: confrontar con los intereses patrimonialistas enquistados en el Estado en lugar de concederles beneficios rentistas. Y es difícil imaginar a las bancadas que integrarán el próximo Congreso en una actitud política tan distinta a la que ahora vemos.
El problema es que mantener una situación de piloto automático perpetuando el degradado statu quo actual para no ingresar a confrontaciones mayores, solo nos llevará armoniosamente al despeñadero. La institución de la disolución del Congreso no es mala en sí misma. Es el instrumento clave del sistema que mejor funciona: el parlamentarista. Pero se desnaturaliza cuando se usa solo para acumular popularidad y no para buscar un nuevo Congreso en el que se tenga mayoría, como ocurrió con Vizcarra. Es decir, cuando se vuelve un instrumento del populismo político y no de la gobernabilidad.
Lo que hay que corregir son las causas que llevan al uso perverso de esa institución: el populismo político, como decimos, que entraña la conversión del adversario en enemigo. En lugar de impulsar un pacto irreflexivo para no disolver ni vacar, desechando un recurso que eventualmente podría ser necesario, deberíamos proponer un pacto para convertir al enemigo en adversario y desarrollar una cultura de respeto al otro, colaboración y diálogo racional. Un pacto para buscar salidas, presionado por la situación. Eso hará mucho más fácil acordar soluciones para reconstruir la economía y reformar el Estado, y suprimirá, por lo tanto, la necesidad de recurrir a la disolución del Congreso.
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