Dicen que hay cosas que uno no puede explicar del todo: amar, soñar despierto y claro, conducir una motocicleta. Quizás porque no hay palabras suficientes para hablar de lo que uno siente cuando se sube por primera vez a ese pedazo de hierro que parece inofensivo, pero esconde un motor que ruge como un animal vivo y al que poco a poco, irás entendiendo. Apenas te sientas, la ciudad deja de ser una colección de esquinas para convertirse en un mapa nuevo: una promesa de libertad. Esa es la palabra. No hay moto sin libertad, dicen. No sé si es cierto, pero cada vez que acelero, siento que podría creerlo.
Mi historia comenzó en el tiempo de las mascarillas y el distanciamiento social, cuando todos intentábamos escaparle a un virus invisible y el transporte público dejó de ser una opción para convertirse, al menos para mí, en una amenaza más que un medio. Fue entonces cuando decidí que ya era hora, que no podía seguir esperando buses vacíos ni taxis caros ni esa incómoda sensación de dependencia. Así que me compré una moto. O, mejor dicho, compré una idea: la de moverme sin rendirle cuentas a nadie, con el viento como única compañía. Pero la realidad tiene sus maneras de deshacer las fantasías. Nadie te dice que, antes de sentir la libertad, sentirás el piso. Las caídas son el verdadero rito de iniciación y las caídas, la mejor hoja de vida para un motociclista.
Tuve tres meses para prepararme antes de la entrega de mi primer vehículo. Porque las motos, como las grandes decisiones, llegan con retraso. En ese tiempo aprendí lo básico: embrague, freno, equilibrio. No voy a mentir, lo aprendí a golpes, literalmente. Mi instructor, un tipo con más cicatrices que paciencia, me prestó una Chopper vieja. Me enseñó a caer antes de enseñarme a rodar, y en ese proceso descubrí que las motos, como las personas, también tienen sus secretos: qué aceite necesitan, qué gasolina las hace felices, cómo escucharlas para saber si algo no anda bien. Me convertí en una suerte de mecánico amateur y, sin darme cuenta, en alguien que empezaba a entender el lenguaje del motor.
Pero manejar una moto no es solo aprender a domar una máquina. Es descubrir que, de pronto, formas parte de algo más grande. Los motociclistas son una tribu rara, unida por el simple hecho de compartir el asfalto. No importa quién eres ni de dónde vienes: si tienes dos ruedas bajo tus pies, ya eres parte del clan. Siempre que hay un motociclista caído hay un par de ellos estacionados brindándole auxilio. Son en líneas generales, una hermandad. Me di cuenta de eso la primera vez que otro motociclista, un completo desconocido para mí, me saludó con dos dedos delante de su timón. En ese gesto mínimo estaba todo: el reconocimiento y la complicidad.
Comprar la primera moto desde sus protagonistas
Hay objetos que, sin saberlo, llevan dentro una promesa. Para Rodrigo Cotrina, esa promesa tomó la forma de una Honda CGL 125 que apareció un día estacionada frente a su casa, cuando él apenas entendía el mundo.
“No sé por qué me emocioné al verla”, confiesa, con esa mezcla de nostalgia y gratitud que tienen quienes han encontrado su destino.
“Conecté con ella. Era como si ya la conociera, como si me hablara. Desde ese momento, decidí que tendría una moto. La compré diez años después, pero creo que la tuve desde ese primer día, en mi imaginación”.
"La compré diez años después, pero creo que la tuve desde ese primer día, en mi imaginación".
Rodrigo Cotrina, motociclista líder de un MG en Ica y en Lima.
Rodrigo lidera el grupo Viajeros de Arena MG, una hermandad de motociclistas que saben que viajar sobre dos ruedas es mucho más que recorrer kilómetros: es una manera de estar en el mundo. Para él, cada viaje en moto es un acto de meditación.
“Cuando apagas el motor y todo queda en silencio, ese momento es solo tuyo. Es como si el mundo desapareciera y te quedaras a solas contigo mismo, con Dios, con la naturaleza. Todo proceso de dificultad se afronta mejor en una moto”, dice, con la certeza de quien ha pasado horas hablando con el viento.
Rodrigo cree que la carretera no solo te lleva a lugares, sino que te construye.
“Hay cosas que descubres en esos viajes solitarios, cosas que se quedan contigo para siempre. La ruta es una construcción violenta: te rompe y te arma de nuevo”, dice.
"La ruta [en una motocicleta] es una construcción violenta: te rompe y te arma de nuevo”
Rodrigo Cotrina, motociclista líder de un MG en Ica y en Lima.
“Es una construcción tan fuerte, que algunas de las cosas que tu conciencia concluye de esos viajes terminan siendo parte de tu día a día por el resto de tu vida. Hay cosas hermosas en el turismo, pero yo siempre rescato la construcción de la autoconciencia”, agrega.
Edson Cahuana, en cambio, encontró su camino entre motores y herramientas. Mecánico y motociclista por afición, Edson aprendió todo lo que sabe en un concesionario Honda, y hoy vive de lo que ama: reparar y cuidar motocicletas. Pero no todo ha sido fácil. Lima, esa ciudad caótica donde el asfalto es una selva y las normas de tránsito son un mito, le ha enseñado a lidiar con un desafío constante.
“Lo más difícil es compartir la pista con conductores que no respetan a las motos. Creen que no merecemos un carril completo, sino solo un costado”, cuenta manifestando su malestar, como si los motociclistas fueran intrusos en la carretera.
Pese a todo, Edson sonríe al hablar de su taller, de cómo las motos le dieron no solo libertad en las pistas, sino en su vida.
“Mi pasión por las motos me trajo hasta aquí. Ahora vivo de ellas, de lo que más me gusta. Es como si les devolviera un poco de lo que me han dado”, dice, mientras ajusta un tornillo en una Honda que descansa sobre su mesa de trabajo.
"Mi pasión por las motos me trajo hasta aquí. Ahora vivo de ellas, de lo que más me gusta".
Edson Cahuana, motociclista cuya pasión por las motos lo llevó a tener su propio taller mecánico.
Para él, cuidar una moto no es solo un acto práctico, es un ritual de agradecimiento. Por eso, recomienda a los nuevos motociclistas empezar con buen pie: es decir, con buen mantenimiento preventivo, en talleres especializados, y, sobre todo, respeto por la máquina. Porque, según Edson, una moto no es solo un medio de transporte; es una compañera de viaje que merece, al menos, algo de devoción.
Cada historia con una moto comienza con una chispa: un sueño infantil, un día difícil en la ciudad, una decisión impulsiva. Pero lo que viene después, lo que transforma esa máquina es una extensión del cuerpo y el alma, es siempre algo más grande. Rodrigo lo llama conexión espiritual. Edson, pasión mecánica. Tal vez sean las dos caras de lo mismo: la forma en que un par de ruedas y un motor pueden cambiar la vida de quien decide apostar por ellas.
Al fin y al cabo, ambos especialistas moteros coinciden en una misma postura: “Cómprate la moto”.
“Nunca va a ser el momento perfecto. Los momentos serán perfectos cuando tengas la moto. Yo llegué de sorpresa con la moto comprada a mi casa, ¿qué iban a hacer mis padres en ese momento? Nada, aceptar nada más. Lógico, en esos momentos vivía bajo el techo de mis padres y hoy lo volvería a hacer, definitivamente”, expresa Rodrigo.
Más allá de la carretera
Montar en moto no solo es una cuestión de caminos; es también una cuestión de cuerpo y mente. La ciencia ha comenzado a desentrañar aquello que los motociclistas saben de manera instintiva: la moto transforma. Según el Dr. Ryuta Kawashima, de la Universidad de Tokio, manejar una motocicleta no solo mejora la capacidad cognitiva, sino que también activa el cuerpo entero.
Otro estudio, del Instituto Semel de Neurociencia y Comportamiento de UCLA, encontró que un simple paseo en moto de 20 minutos puede reducir el estrés en un 28% y despertar el cerebro con una intensidad similar a la de un café fuerte. Montar en moto, parece decir la ciencia, no es solo transporte: es una forma de cuidar la salud, de templar el espíritu.
Pero incluso las rutas más hermosas tienen sus sombras. La moto ofrece libertad, sí, pero esa libertad exige precaución. Edson Cahuana lo sabe mejor que nadie. Para él, el primer mandamiento de cualquier motociclista novato es este: aprender a frenar.
“Muchos creen que manejar una moto es solo acelerar, pero no. Es dominar los puntos ciegos, conocer la máquina, saber reaccionar. Aprende a frenar antes de acelerar. Y, por supuesto, que todos tus documentos estén en regla. Siempre debes manejar a la defensiva”, dice Cahuana.
"Muchos creen que manejar una moto es solo acelerar, pero no. Es dominar los puntos ciegos, conocer la máquina, saber reaccionar. Aprende a frenar antes de acelerar".
Edson Cahuana motociclista cuya pasión por las motos lo llevó a tener su propio taller mecánico.
El “manejo a la defensiva” es algo que en la teoría suena sencillo, pero en las calles de Lima se vuelve un arte de supervivencia. Entre conductores que cambian de carril sin aviso, peatones que cruzan como si fueran invisibles y el caos general de la ciudad, los motociclistas deben estar preparados para cualquier cosa. Frenar no es solo un acto físico; es un reflejo de estar siempre alerta, siempre listo para lo inesperado.
Rodrigo Cotrina, sin embargo, ve el lado oscuro del motociclismo desde otra perspectiva, una que no está teñida de temor, sino de determinación.
“Sí, los accidentes pasan. A mí me operaron el hombro y la rodilla después de uno. Pasé meses en cama. Pero cuando me levanté, agarré mi Honda XR150 y salí a la carretera. Mi primer destino: la laguna Choclococha, en Huancavelica. Frío, altura, kilómetros de soledad. Fue perfecto, mi corazón creció una talla ese día. Porque la vida no me iba a ganar ni atemorizar”, cuenta.
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Rodrigo habla con una mezcla de fe y desafío. “Dios rodará contigo, te lo aseguro. Claro, hay pinchazos, problemas mecánicos, pero siempre hay soluciones. No importa cuánto frío haga ni cuántos kilómetros falten. Antes de que la parca me visite, quiero acumular tantos viajes como pueda. Todos nos vamos a morir, pero yo quiero hacerlo habiendo recorrido el mundo, o al menos, el mundo que cabe en mis ruedas”.
"Antes de que la parca me visite, quiero acumular tantos viajes como pueda. Todos nos vamos a morir, pero yo quiero hacerlo habiendo recorrido el mundo, o al menos, el mundo que cabe en mis ruedas”.
Rodrigo Cotrina, motociclista líder de un MG en Ica y en Lima.
Montar en moto es un pacto con el viento y el asfalto, un diálogo entre la libertad y el peligro, donde el cuerpo se convierte en brújula y el motor en latido. Es volar sin alas y, al mismo tiempo, recordar que el suelo siempre acecha. Cada viaje es una paradoja: la soledad que libera, la hermandad que te encuentra en el camino, la velocidad que grita y los silencios que revelan. No se trata solo de avanzar; se trata de perderse para encontrarse, de caer para aprender, de rodar para existir.
Cuatro años después de aquella primera moto, sé que no era solo un vehículo: era un pasaje a algo más profundo. Me ha llevado a paisajes que no están en los mapas y a verdades que no sabía que llevaba dentro. Las caídas me enseñaron a levantarme; el rugido del motor, a escucharme. Montar en moto no es moverse, es renacer en cada curva, es escribir historias con el polvo del camino. Porque las mejores rutas no están en el asfalto; están en el corazón, donde cada kilómetro se convierte en un latido.
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