ILUSTRACIÓN: NADIA SANTOS
ILUSTRACIÓN: NADIA SANTOS
Renato Cisneros

Hace tres años, en la ciudad chilena de Iquique, se produjo un terremoto político luego de que un medio digital local diera a conocer el contenido de los mensajes de un grupo de WhatsApp denominado ‘PS recargado’, creado por el senador del Partido Socialista Fulvio Rossi, en el que participaban hasta 35 personas, muchas de ellas autoridades de la región Tarapacá. En los más de cuatro mil mensajes revelados por la prensa, además de advertirse duras críticas contra varios funcionarios de gobierno de la zona, se apreciaba el delineamiento de un plan concreto para sacar de su cargo al gobernador de la provincia de Tamarugal y al alcalde de Iquique.

El caso nos sirve a los peruanos de espejo o modelo para entender el escándalo desatado a raíz de la divulgación de los mensajes de chat de la élite parlamentaria denominado ‘La Botica’, donde se coordinaban desde acciones específicas de corte político –blindaje en el Congreso a César Hinostroza, defensa del cuestionado Pedro Chávarry, campaña de desprestigio contra el fiscal José Domingo Pérez– hasta el más mínimo detalle del comportamiento escénico en el Hemiciclo de los integrantes de la bancada de Fuerza Popular, quienes, al parecer huérfanos de todo raciocinio personal, más operarios que intérpretes, requerían de instrucciones en línea para saber cómo votar, cuándo aplaudir, qué arengas proclamar.

En Chile, tras las primeras publicaciones de la mensajería completa de ‘PS recargado’, en medio del revuelo nacional ocasionado por lo que a todas luces era una conspiración política, algunos participantes del chat, indignados por ver sus mensajes expuestos, presentaron un recurso de protección en contra de los medios que habían difundido el material aduciendo –esto va a sonarles muy familiar– “afectación al derecho a la privacidad”. Si a alguien le sorprende que una facción de la izquierda socialista chilena haya recurrido a la misma estrategia de defensa usada aquí por los congresistas ‘keikistas’, debería recordar que el descaro no tiene color ni matices ideológicos y que a la hora de salvar el pellejo el atajo a la puerta de escape suele ser el mismo.

Sin embargo, un mes después de la presentación de ese recurso que intentaba censurar las revelaciones periodísticas, la Corte de Apelaciones de Iquique lo rechazó por unanimidad, lo cual permitió que la información siga circulando. Los magistrados –y esto es lo que verdaderamente nos concierne– aceptaron el argumento de “interés público” planteado por la defensa de los periodistas en los siguientes términos: “¿Qué privacidad o expectativas de privacidad podría existir en un grupo de 35 personas unidas por lazos políticos que mantienen un foro dedicado a asuntos públicos?”.

Ese es el punto clave que el no quiere o no consigue entender. No hay violación alguna de la privacidad cuando tenemos a funcionarios públicos comentando asuntos públicos, sentados en el seno de un edificio público y muy probablemente utilizando material público asignado por el Estado. La invocación al derecho a la intimidad o las comunicaciones es un acto desesperado, un pretexto que termina desplomándose al recordar, además, que la captación de los mensajes de WhatsApp forma parte de una investigación del propio Ministerio Público y que la conversación habría sido filtrada ni más ni menos que por uno de los diecinueve participantes de convertido hoy a la colaboración eficaz (¿Rolando Reátegui?).

Se equivocan los congresistas y asesores ‘naranjas’ en identificar a sus adversarios. La única persona que ha violado su intimidad es su propia lideresa, Keiko Fujimori. Al despojarlos de su singularidad, los ha convertido en una masa de piezas intercambiables, un elenco de muñecos de ventrílocuo que no pueden legislar por iniciativa propia, sino apegados a un guion aprendido de paporreta. Una cosa es la disciplina partidaria; otra, la burda coreografía. Lo advirtieron en su día los ‘Avengers’ así como los renunciantes Paloma Noceda y Francesco Petrozzi: Fuerza Popular no es un partido, es una cárcel o, mejor, una botica cerrada, inoperativa, apagada, que lleva largos meses fuera de turno. //

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