La naturaleza carece de ironía, voluntaria y agridulce contrariedad humana. Es salvajemente honesta y por ello inocente hasta lo brutal. Lima no podría tener un clima más estupendo para un otoño tan triste. Un cielo luminoso ilusiona con mejores promesas. Las de antes.
Esta grandiosa bóveda celeste se suspende sobre las desgracias, heridas y víctimas del coronavirus en sus distintos grados de gravedad. Hay quienes tenemos una ventana. Hay quienes no tienen techo. Algunos tenemos una madre anciana. Hay quienes solo les quedan cenizas. Un cielo protector no convierte el hambre en más llevadero para nadie ni dulcifica la angurria ajena, como lo demuestran las afps. Hace el evento aún más inescrutable y sádico. El áspero hechizo de lo monstruoso.
Una épica medieval es recreada en un penal de San Juan de Lurigancho. La disfuncionalidad del sistema judicial genera la primitiva eliminación mutua en una ciudad confinada. Todos victimas, todos verdugos. A ambos les gana el virus. Agrega muerte a la muerte llevándola en tiempo real al hogar, oficina, y centro de aislamiento simultáneo en que se han convertido las casas; ahora ollas a presión cotidianas aliviadas por las prestaciones de los electrodomésticos. El futuro será imposible sin robots.
Los chicos que trabajan en Wong cultivan una actitud que trasciende la obligatoriedad del memo corporativo, posiblemente innecesario ante la espontaneidad. Desde la ventana se les ve llegar muy temprano por la mañana. La mascarilla no puede ocultar que el trabajo no les pesa. Por el contrario, es la madera que flota.
Lo demuestran a lo largo del día. Las señoras que nacieron superiores al resto, misterio del que solo ellas mismas tienen evidencia, los hostigan con estupideces varias. Aquellas propias del tu a mi me atiendes primero y sus derivadas. Hay que cargarles las cosas hasta su auto y su casa, carrozas y palacios imaginarios de su burbuja de teflon. Pero ellos no se amargan. Han hecho de la amabilidad profesional un arte marcial inexpugnable y sabio. A la hora que se retiran a casa la ilusión del retorno los ilumina. Algunos hasta se enamoran. Ese regreso juntos hasta donde desde la distancia social lo permite será milimétricamente inolvidable.
Desde la ventana aún no se llega a ver un ovni. El avistamiento lo domina la copa de un árbol cuyas ramas son estación de paso de la fauna que ha hecho del barrio su dominio liberado. Solo lo comparten con la fiscalización leal del serenazgo en contra de toda presencia humana.
Una bandada de loros silvestres fundada por una mascota fugitiva que se hartó de repetir tonterías llega al árbol dos veces al día. Parlotean con la efusividad propia de los que alguna vez fueron esclavos. Su alegre escándalo coincide con la llegada y salida de los chicos de Wong. Nada es casualidad.
Cuando las aves no están el árbol es territorio de las ardillas. Hiperactivas y tiernas, al ser vistas con detenimiento se revelan como ratas fotogénicas. Su habilidad acrobática sobre superficies mínimas son el paliativo visual ideal para el tedio de una reunión virtual sin futuro.
Mi hija ve por la ventana y cree ver el futuro: Una ciudad engañosamente calma y amigable, terreno propicio para herirse las rodillas y el corazón. Su mirada coincide con la bulla de los loros salvajes y las risas de los chicos que vuelven a casa luego de caritativamente proveer a la gente del ansiolítico contemporáneo, el papel higiénico. Termina esa breve fiesta y hace una pregunta que cae por su propio peso: ¿cuándo saldrán los tiburones del agua? Le dije que pronto. No hay que cancelar los sueños.