(Nancy Chappell / El Comercio)
Camarero
Renzo Giner Vásquez

Luis Camarero tiene una máquina del tiempo en su sótano. Tiene un jet con ruedas para niños de la época de la Guerra de Corea, un casco de buzo pakistaní, una moto Mondial de los 50, carteles de décadas pasadas, surtidores de gasolina y una increíble colección de autos clásicos.

“Acá trabajo todo lo que esté relacionado con la mecánica. También hay algunas réplicas y otros objetos que yo hice”, cuenta mientras la casetera que él mismo restauró reproduce “Take My Breath Away”.

— ¡Wow! ¡Qué tal auto!
Es un Ford de 1928 modelo coupé que ha sido convertido en un hot rod. Originalmente tenía un motorcito de cuatro cilindros que ha sido reemplazado por este de 300 caballos. Este auto era simple, costaba unos US$300, rompiendo motor llegaba a los 90 km/h. Ahora corre a 180 km/h. Para eso invertí más de 3 años y unos US$80 mil. Hacer un hot rod de pura sangre es caro, pero yo prefiero gastarlo en esto antes que en un Mercedes-Benz nuevo.

— ¿Qué es un hot rod?
Una afición que nació en EE.UU. tras la Segunda Guerra Mundial. Consiste en meter ingeniería moderna en carrocerías antiguas. Claro que antes había locos que querían que sus autos respondieran un poco mejor, pero la fiebre sucedió cuando los soldados regresaron.

—¿Por qué?
Se habían acostumbrado a un ritmo vertiginoso, pasaron de ser campesinos a manejar aviones Hellcat de mil y pico caballos de fuerza. Cuando vuelven ya no se conforman con un auto convencional, habían aprendido a utilizar supercargadores, así que los empezaron a meter a sus autos. De inmediato, los piques de estos autos se volvieron ilegales pero con el tiempo fueron aceptados, les dieron espacios y con ello se crearon categorías.

— ¿Cuáles son?
Está el dragster, que es puro motor y compite en una pista recta de 800 metros. El hot rod, un carro poderoso que picaba cuando tenía oportunidad. El street rod, un auto muy pomposo para la ciudad y en el que el piloto no buscaba carreras sino lucirse. También está el rat rod, un carro asqueroso, horrible; el aspecto es sucio, pero tiene un motor maldito para callar al que se ría de ellos.

— ¿Podemos decir que el hot rod es el auto de los rebeldes?
Inicialmente sí, acá copiamos eso porque también éramos rocanroleros.

— Entonces usted es un rebelde...

[Risas] No, soy un aficionado. Esto inició con la intención de arreglar mi auto porque cuando uno pasaba en su carcocha la gente le gritaba: “Bota eso, préndele un fósforo” [risas].

—¿Además de publicidad ha estudiado mecánica o algo similar?
No, pero soy aficionado desde chico. A los 15 años ya armaba hot rods, claro que no eran de esta calidad. Por ese entonces veías a chicos a los que les compraban estas carcochas para ir a la universidad y les ponían culatas canalizadas de aluminio, dos carburadores, 20 mil trucos para que corriera un poco más. Además, se solía poner un letrero atrás que decía: “No se ría, señora, que adentro puede estar su hija” [risas].

— ¿Cuál fue su primer auto? 
Un Ford 28 convertible. Te voy a contar algo, como por esa época cada uno trabajaba su carro, lo más peligroso resultaban siendo los frenos. Estos carros tenían frenos de varilla y adaptarle unos hidráulicos era difícil. Los de atrás eran más fáciles, entonces cuando querías frenar te pasabas como tres semáforos [risas].

— Hay más carros por acá.
Sí, he reconstruido el chasís de un Impala, me falta la mecánica. Tengo un Chevrolet 283 al que todavía no le meto mano. Un Camaro de los 70 que es rabioso, tiene un motor ZZ4, usado en los Corvette y los autos de Nascar. También tengo un Dodge Dart de 1962 con un motor Chrysler 400c.c. y un Ford del 38, con motor 350 ZZ3.

— ¿Y suele sacar estos vehículos a la ciudad?
​Claro, mil veces. Aunque te da miedo manejarlo porque un montón de microbuseros te quieren bautizar [risas]. Además, no soy muy figureti, no los arreglo para lucirme en la calle sino para ver que logré mi proyecto tal como lo había planeado.

— Tras ver su colección no va a faltar quién quiera comprar algo...
No, acá no se vende nada. Todo se hace por vacilón. Eventualmente podría conversar con alguien que quiera una de estas cosas pero hasta ahora no he vendido nada.

—¿Cómo pasó de los autos al resto de piezas?
Por el poco espacio que hay en la ciudad. En EE.UU. el metro cuadrado es barato, la gente puede tener colecciones inmensas en hangares. Acá no. Por eso yo encontré un sustituto: los tableros. Para mí son una pequeña muestra del carro y un trofeo porque los pude reconstruir.

—Tiene una pared llena de tableros restaurados...
Sí, cuando se comenzaron a vender las casonas de Lima, en los garajes había autos viejos que a nadie le interesaban. Los llevaban a La Victoria para venderlos al peso. Yo me iba ahí antes de que los rompieran y les ofrecía 100 soles por tablero. Les salía mejor que el resto del carro [risas]. Así me compré un montón y algunos los restauré.

—¿Qué siente cuando tiene una pieza así al frente?
Me da nostalgia, en todos estos carros he viajado de chico. Recuerdo que me entusiasmaba de niño viendo los tableros, sentía que estaba en un avión. ¿Sabes? Me he dado cuenta de que en realidad yo no reconstruyo carros, yo reconstruyo historias. 

— Muchas de estas cosas las hemos visto en nuestras casas y no les prestamos atención... 
​Si te dedicas a buscar encontrarás algo. Aunque hemos perdido el hecho de valorar. En este tiempo hay tanta adoración al desarrollo, la evolución y la tecnología que lo viejo se deja de lado.

— Y las cosas nuevas se hacen para no durar.

Claro, cómo vas a apreciar algo que en una semana es obsoleta. Estamos encaminados a que la nostalgia desaparezca, la gente solo pensará en lo que vendrá, no en lo que hubo.

— ¿Cuál es el riesgo de perder la nostalgia?
El riesgo es que quien es incapaz de reconocer la historia no tiene mucho futuro. Hay cosas que no deben dejarse de lado.

Contenido sugerido

Contenido GEC