La única vez que mi papá me peinó fue por un asunto de causa mayor: mi mamá estaba internada en la maternidad, convaleciente de la cesárea que me convirtió en hermana mayor. Hay escenas de la infancia remota que recordamos como una película, ayudados por las fotografías del álbum familiar: yo a los tres años, cargando un bulto de mantitas del que apenas asoma el rostro colorado de mi hermanito. Llevo el pelo recogido en un moño suelto y desprolijo. «Pareces una abuelita», sentenció mi madre, y estiró la mano pidiendo que alguien le acercara un cepillo para corregir el supuesto esperpento. Aquella vez, con mi papá vivimos un par de aventuras inéditas hasta entonces: desayunamos sin mamá, fuimos juntos y solos al supermercado y fracasamos a los ojos maternos en el asunto del peinado. Poco más tarde, las fotos del álbum familiar me registran con un feísimo corte de hongo. Agotada por los desvelos de un bebe llorón en casa y el ajetreo matuitino de una niñita de abundante melena en edad de kínder, mi mamá optó por llevarme a la peluquería para que me trasquilen casi por completo. En retrospectiva, ambas estamos de acuerdo en que la colita de caballo que ensayó esa única vez mi mi papá luce mejor que el corte radical que vino después. ¿No podía él ocuparse de peinarme? Supongo que eran otras épocas. Supongo que -aun en esta era más igualitaria el pelo sigue siendo un asunto reservado para nosotras. Tal vez por ello Greg Wickherst, un oficial de la Marina retirado, es noticia. Hace un par de meses, este residente de Colorado (EE.UU.) se inscribió a la escuela de belleza para resolver uno de sus mayores dolores de cabeza como papá divorciado. Ahora comparte nuestras páginas. Feliz día a todos los hombres que, peinen o no a sus hijas, no tienen miedo de ser papás.
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