Perder apesta. A nadie le gusta llegar en segundo lugar, odiamos quedar fuera, atrás, rezagadas. Batallamos por lograr un sueldo más alto que el del colega, una idea mejor que la de la empresa competidora, una casa más bonita que la vecina, un novio más guapo, comprensivo y espléndido que las compañeras de promo, un cuerpo más saludable que la cuñada. Y sabemos que tener ‘lo mejor’, ‘lo más’, cuesta. Por eso nos esforzamos. Una encuesta reciente de Ipsos Perú preguntó a más de mil peruanos cómo definían ‘dar lo mejor de sí’. El 28% respondió que lo entendían como esforzarse al máximo y superarse. Para otras personas significa ayudar a los demás o preocuparse por la familia. Pero ¿cuándo rendimos al máximo? El 44% respondió que los peruanos nunca o casi nunca dan lo mejor de sí mismos, mientras que el 56% opinó exactamente lo contrario. Una interesante frontera entre los inconformes y los optimistas. Como profesora universitaria, me he topado con estudiantes que piden crédito por el esfuerzo. Es verdad, admiten, la presentación estaba incompleta, la respuesta era errónea, entregaron el ensayo fuera de tiempo, pero de verdad se habían esforzado: pasaron horas en la biblioteca, noches sin dormir, fines de semana sin juerguear. Y eso, razonan ellos, merece una nota más elevada. A mí me parece que se equivocan. Es verdad que el esfuerzo debe elogiarse, de hecho hay estudios que demuestran que hacerlo tiene mejores resultados que elogiar el talento o la capacidad. Pero si queremos evitar la mediocridad, la recompensa solo debería llegar después de un buen resultado. Eso lo saben los atletas como Wilma Arizapana. Por más que ella sude y se canse en la pista, por más que se aleje de su familia para ir a una competencia, si otra corredora llega primero, el sacrificio pierde gran parte de su sentido. Perder solo puede tener sentido cuando sirve para aprender, para corregirse. Los campeones son capaces de explicar el fracaso solo en función de sus propios errores. Pero no lo hacen para flagelarse sino porque es la única forma de volverse dueños de su éxito, cuando llegue. Si la recompensa al esfuerzo depende de la piedad de un juez, la gracia divina o la caprichosa casualidad ¿para qué molestarse en mejorar?
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