Una celebridad de Instagram decide borrar sus más de 2000 fotos en un acto de rebeldía. Se declara en pie de guerra contra la realidad maquillada que habita en las redes sociales.
En un acto de valentía, ella decidió contar con cruda sinceridad las verdades de cada foto que colgaba, para así demostrar que lo que vemos en redes sociales es una gran mentira.
Ejemplo 1: Imagen de ella en bikini, echada de un lado, con el abdomen plano. Verdad 1: La imagen colgada sería la toma número mil, exagerando, de todos los intentos por lograr la fotografía más favorecedora.
Ejemplo 2: Ella luciendo un vestido en una terraza, casual. Verdad 2: le pagaron 400 dólares para posar con ese vestido, casual, como si no fuera publicidad.
La historia y el ejemplo de la chica se viralizó y el mundo entero compartió la nota sobre su historia. Su número de seguidores (ahora en una cuenta con otro nombre, que promete estar menos centrada en la vanidad), se multiplicó, como también el de sus detractores.
Yo aplaudo su decencia. La verdad es que no todo lo que vemos es como lo hacemos en Instagram u otras redes sociales. Yo sé que depende de cada uno de nosotros de cómo queremos hacer uso de ese poder de comunicación que tenemos y que no todos mienten. Pero sí filtramos, editamos, elegimos, nos tomamos una y mil fotos cuando hace diez años un escenario así de surrealista, era impensable.
Cuando observo a los demás tomándose fotos, me doy cuenta de lo ridículos que podemos llegar a ser, sonriendo, posando, tratando de observar qué ángulo de nuestra cara o de nuestro cuerpo es mejor que el otro, repasando la sonrisa falsa una y otra vez. Y disculpen la crudeza pero la cosa es así de fea. Y, ojo, que no digo que yo no lo haga.
Por ejemplo: el sábado antepasado tuve un matrimonio. Me maquillé, peiné, me vestí, me sentí bonita. El matrimonio era en el Club Nacional y cuando llegué al lugar lo primero que pensé fue: ¿dónde me tomo una foto? Cómo no me voy a tomar una foto en este lugar. Iba al baño y pensaba: ok, tiene que ser aquí adentro. Me paraba al lado de la mesa del buffet y mientras mordía un pedazo de camembert pensaba: «puede ser mejor ahí en la escalera roja, con el ascensor detrás». Cada paso que daba era un posible escenario. De hecho -y como diría mi abuela-, tuve seco a mi esposo para que me tomara una foto sin importarme poco que estaba haciendo gala de exagerada vanidad ahí mismo.
Me tomé la foto claro. Frontal, sonriendo y sin sonreír. Con flash y luego sin flash. De costado derecho y de espaldas para que se vea el escote del vestido, hasta que mi marido, mi cable a tierra, me dijo: «Basta, ¿no habías decidido ya tomar otro camino?».
Ahí entré en razón, salí de ese estado zombi y pandémico de querer tomarle foto a todo y me puse a bailar. ¿Las fotos de mi look? No las he borrado, pero hasta ahora no las comparto.