Verónica Linares: "Por los cielos con papá"
Verónica Linares: "Por los cielos con papá"
Verónica Linares

Mi papá es arequipeño y toda la vida hemos viajado a la Ciudad Blanca para visitar a la familia. La primera vez que me llevaron tenía meses de nacida y fue para que mis abuelos me conocieran. Sin Facebook ni smartphones, un viaje era la única forma de conocer a la primogénita. Mi mamá recuerda que en el hueco trasero de su Volkswagen Escarabajo color celeste improvisaron una cuna acomodando mis mantitas. Así dormí durante las trece horas de carretera. No existían los cinturones de seguridad ni las sillas de auto para bebes.

En el verano del 87, cuando tenía 10 años, mi papá me invitó a acompañarlo a Arequipa, a donde viajaría por trabajo. Sin mi mamá ni mi hermana, solo él y yo. Unas vacaciones exclusivas de papá e hija mayor. Acepté entusiasmada.

Nos quedamos un mes y fue uno de los viajes más divertidos de mi vida, no solo porque compartí mucho con él sino porque, a insistencia de mi tía Olga, me quedé en su casa a compartir habitación con mi prima Alejandra. Éramos unas niñas agrandadas. 

Hay una escena de ese viaje que mi papá recuerda siempre con orgullo. Fue justo a la ida. Para él, ese episodio resume mi personalidad: siempre con una respuesta para todo y desde chiquita sé qué quiero. Yo tengo otra interpretación de lo sucedido.

Nos habíamos sentado en el avión, las azafatas recorrían el pasadizo haciendo la cuenta de los asientos ocupados, una de ella destacaba por su dulce sonrisa. Mi papá y yo no paramos de hablar todo el vuelo. Lo parlanchina lo heredé de él. 

Justo antes de aterrizar, la guapa azafata pasó a inspeccionar que todos tuviéramos puesto el cinturón de seguridad. En eso mi papá voltea y me pregunta: «Hijita, cuando seas grande, ¿te gustaría ser como esa aeromoza?». Yo, casi sin respirar le respondí: «No, papá, yo preferiría ser la dueña del avión».

Mi papá se carcajea cada vez que cuenta esta anécdota. Dice que le sorprendió la rapidez de mi respuesta y lo ambiciosa que parecía a los 10 años. Yo no lo contradigo, pero la verdad es otra que ahora puedo revelar.

Yo me había dado cuenta de que mi papá había estado mirando a la aeromoza cada vez que pasaba y que, como a muchos en el avión, seguramente le parecía una joven simpática. Él no le dijo nada en particular, no le hizo un gesto distinto, no podría decir –ni siquiera– que le estuvo coqueteando, pero yo estaba muerta de los celos: ¿qué se había creído ella para interrumpir nuestro momento? Ahora que lo cuento, me avergüenzo de mi actitud, pero a los 10 años yo quería matarla.

En las pupilas de mi papá solo se reflejaba mi cara contándole del colegio y mis amigos y de pronto aparecía la aeromoza ofreciendo no sé qué y él volteaba muy sonriente a agradecerle su preocupación. Pobre mujer, por querer bajarle la llanta ante mi papá terminé ninguneando su trabajo. Quería dejarle claro que esa joven no era gran cosa y que su hijita linda sería mejor que ella: no una trabajadora más, sino la dueña del avión.

¡Qué difícil es darse cuenta de que nuestros papás también son humanos! Que se equivocan, que lloran, que sufren, que ríen, que buscan divertirse, que se aburren, que hacen cosas tontas, que tienen gustos distintos a los nuestros, que también pueden mirar a otras chicas: que son personas.

Admito que cuando pasa delante de mí un chico guapo la mirada me traiciona y no dejo de observarlo, incluso también ahora que soy mamá. Veo con detenimiento su forma de vestir, de caminar, de conversar, a la gente con la que está y me pregunto si mi Fabio será así de grande: churro, flaco, musculoso, alto, hablador... 

Solo estoy segura de que me gustaría que mantenga esa sonrisa preciosa que hace inclinando la cabeza, pero manteniendo la mirada hacia arriba y sin mover los ojos. Será sin duda un rompecorazones. Tanto tiempo tuvo que pasar para que yo entendiera que los hijos no tienen competencia. Para mamá, Fabio siempre será el dueño no de uno, sino de todos los aviones del aeropuerto. 

 

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