Verónica Linares: "La soledad de Misui"
Verónica Linares: "La soledad de Misui"
Verónica Linares

Había escuchado la noticia por radio, pero necesitaba verlo. Eran casi las cinco de la madrugada y manejaba concentrada en la pista, camino al canal, así que pensé que había confundido los datos. 

Habían capturado a Luis Piscoya, aquel salvaje que golpeó sin piedad a su pareja en la puerta de un hotel. Eso me alivió, pero cuando entraba a la Vía Expresa escuché que Misui Chávez, la víctima de su ensañamiento, lo acompañaba y no quería separarse de él. Me quedé boquiabierta. Lo que informaba el locutor no podía ser cierto. 

Todos habíamos visto esas imágenes de horror: ella en el piso y él con una pistola -supuestamente de juguete- moliéndola a puñetes y patadas en la cabeza. La arrastraba de los pelos desnuda de un lado para el otro. La dejaba unos momentos y cuando veía que intentaba sentarse le daba con el taco del zapato en la coronilla hasta dejarla desmayada. 

Entonces nos indignamos cuando conocimos que un médico legista dijo que las lesiones de Misui eran leves. Peor nos sentimos cuando una jueza leyó el informe del perito y, rehusándose a ver el video de vigilancia que mostraba aquella escena, lo dejó libre. Tuvimos esperanza cuando, ante la presión mediática, las autoridades se pusieron nerviosas y hallaron otra causal para ordenar su captura. Todos seguían atentos la búsqueda policial hasta que lo atraparon. 

Aquel día fue una de las primeras noticias que me tocó presentar y no sabía con qué cara hacerlo. Misui Chávez estaba junto a él, dentro del patrullero que lo trasladaba a la comisaría. Lo abrazaba, parecía que quería cuidarlo para que nadie le hiciera daño. La mujer a la que, semanas atrás, todos queríamos proteger no dejaba ni que la policía toque a su agresor. Tuvieron que disponer custodia para ella. 

Luis Piscoya no abría la boca, en algún momento dijo: «La amo». Y luego seguía con ese gesto duro en el rostro, mirando a la nada sin mostrar ningún arrepentimiento. Qué impotencia no poder meterme en la pantalla y sacarla de ahí, así fuera contra su voluntad. 

No faltará quien diga que es una tonta, tal vez hasta piensen que se merece los golpes. Estoy segura de que algunos periodistas no lo dicen públicamente pero susurran: «¡Déjenla y que le siga pegando!». Incluso los funcionarios del Ministerio de la Mujer, desconcertados, no saben qué hacer. La tuvieron en un refugio para mujeres maltratadas pero se quiso ir y se fue a donde él. Y ahora que Piscoya está con prisión preventiva, esta vez por maltratar a Misui, ¿ella irá a visitarlo al penal? Es una locura. 

Intento entender por qué Misui quiere hacerse daño sin importarle incluso el bienestar de sus propios hijos, ahora a cargo de una tía materna. Quizá sea la droga. Su pareja era su proveedor. Tal vez eso generaba una dependencia perversa. Ojalá que ahora empiece a desintoxicarse, en todo sentido.

Las veces que la he escuchado explicar por qué quiere quedarse con él -a pesar de todo- no parece estar bajo los efectos  de alguna sustancia tóxica. No se le traba la lengua, no tartamudea. Su mirada es fija. Yo diría que hasta lo dice con convicción: «Quién soy yo para juzgarlo. Nos amamos». Lo dice con una tranquilidad que asusta. Parece que Misui cree que se merece esa vida, ese castigo. El terocal que inhalaba todos los días termina siendo solo un pretexto para seguir con su verdugo. 

Juzgar es lo más fácil. Nadie en su sano juicio puede querer ser agredida y menos aun de esa manera. No me cansaré de decir que no existe mujer –ni ser humano alguno- al que le guste el golpe ni el maltrato. Eso no es verdad. Espero que las autoridades la tengan así de claro y no la dejen sola. Su familia nunca logró ayudarla y tengo miedo de que esta historia acabe mal. 

 

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