Desde que ella supo que estaba embarazada habíamos dejado una conversación pendiente. La recogí del trabajo y cuando la vi pensé que daría a luz en ese mismo momento. Caminaba hacia mi carro con las piernas abiertas como un pato y su barriga era gigante. Cuando mi mirada llegó hasta su cara, descubrí que estaba linda y me alegré. No a todas les sienta bien aumentar cuatro tallas de ropa en tan poco tiempo. Recuerdo que deseé tener un embarazo parecido si algún día decidía ser madre. Apenas cerró la puerta empezó a llorar: «Discúlpame, Vero», fue su primera frase.
Fabio no estaba ni en planes, así es que esas lágrimas eran incomprensibles para mí. Pensé que no todas las mujeres tendríamos que atravesar esa etapa de revolución hormonal. No sabía cómo consolarla. Se me ocurrió preguntarle por sus ecografías y si ya había visto la cara de su hija. Fue peor. Estalló en llanto diciendo que el papá de Micaela aún no la conocía.
Era la una de la tarde, y la cafetería que habíamos elegido estaba repleta. Una vez ubicadas, ella continuó llorando. El papá de su bebe vivía lejos y con remotas posibilidades de encontrar un trabajo en Lima. Se sentía sola y sin futuro. Traté de convencerla de que no era responsable presionarlo para que dejara todo y viniera a acompañarla. «¿De qué van a vivir?», argumentaba, ignorando lo que hoy sé: a veces solo necesitas ser escuchada.
No podía decir que era amiga mía. Nos conocíamos porque su novio y el mío, de ese entonces, habían crecido juntos. Tenían los mismos gustos, les encantaba los videojuegos, la juerga, cocinar, ver películas. Hasta tenían las mismas muecas. Se agarraban el pecho de una manera rara cuando estaban pensando. Cuando nosotras nos reuníamos solas, ellos eran nuestro tema central.
Ya sabía que no pasaban por un buen momento. A mí, en cambio, me iba espectacular: estábamos planeando viajar a Cuba y convivir. Me daba vergüenza entrar en detalles, así que se me ocurrió revelar los defectos de mi chico y compararlos con los del suyo. Como para que al final de nuestra reunión el resumen sea el cliché: «Todos los hombres son iguales». Yo era más amiga de él que de ella, por mi novio, pero más pudo mi solidaridad femenina. Y le bajé un poquito la llanta a mi felicidad.
Tal vez por eso traté de dejarle algunos consejos: lo más importante somos nosotras y no ellos. Piensa en tu niña y no en él. Los hombres son aves de paso. Cruzando la pista encontrarás a otro. Yo también soy feliz estando sola. La dejé de vuelta en su trabajo y quedamos en vernos pronto.
Esa misma tarde me llamó mi enamorado: ¿Almorzaste en San Andrés? Sí. ¿De Surco? Sí. ¿Con quién estabas? Hasta que yo le pregunté: ¿Y ese interrogatorio?
Resulta que una compañera de trabajo le dijo que lamentaba que nuestra relación no funcionara: «Qué pena lo de Vero (como si me conociera) y tú». La fulana le contó su versión de mi conversación en la cafetería. Todo al revés. ¡Lo más alucinante es que ella no había estado en el lugar sino una amiga suya que se sentó al lado de nosotras!
Siempre me quedó la duda si la chica tenía intenciones de atrasarme y quedarse con mi enamorado o si solo quería molestar y satisfacer su curiosidad egoísta. ¿Por qué las mujeres somos las primeras en hablar mal de otra mujer? ¡Cuánto daño nos hacemos!
Tanto reclamamos ser tratadas de igual a igual que deberíamos empezar por no meternos cabe entre nosotras. Depende de nosotras desterrar, por ejemplo, la idea de que las mujeres no trabajamos y solo nos dedicamos al chisme. Creo que los hombres a veces son tan solidarios que llegan al extremo de ser alcahuetes o indiferentes a todo. Prefiero eso.
Espero que cuando la pequeña Micaela ingrese al mercado laboral ya no tenga que cuidarse de las puñaladas de sus congéneres. Que viva su vida y no la del resto. ¡Ojalá!
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