Verónica Linares: Mi auto nuevo
Verónica Linares: Mi auto nuevo
Verónica Linares

He perdido la cuenta de las veces que he visto a mi papá vender y comprarse un vehículo. Siempre ha sido muy práctico: si se presentaba un comprador ocasional o veía una buena oferta, cambiaba de carro. A diferencia de otros hombres, nunca lo he visto adorar a su auto como si fuera lo más preciado de su vida. 

No lo limpiaba todos los días antes de salir a trabajar ni lo revisaba al milímetro para ver si tenía un raspón. Tampoco buscaba el lugar más alejado y aislado del estacionamiento para no correr el riesgo de que reciba un portazo. Y, por supuesto, lo prestaba con frecuencia y eso incluía a su hija mayor. Es así como he manejado camionetas 4x4, hatchbacks, convertibles, pick ups, automáticos y mecánicos de todos los colores, desde las marcas más costosas hasta los clásicos escarabajos. 
Creo que el auto es una herramienta de trasporte. Sin embargo, es innegable que también es considerado como un signo de estatus. 

Los últimos cuatro años manejé una marca en particular. La elegí cuando estaba embarazada por su seguridad. Conforme Fabio iba creciendo el vehículo quedó pequeño, así que me compré uno más grande –siempre de la misma marca alemana–. Pero hace medio año cambié de compañía. 

Durante mucho tiempo me resistí a adquirir una camioneta. No sé por qué me hacía sentir muy grande –de tamaño y de edad–, pero cada vez que alguien nos invitaba a quedarnos en una casa de playa teníamos problemas para trasladar todas las cosas de Fabio: el carrito, la bañera, la carretilla para la arena, el pack and play, el colchón del pack and play, la rejilla, los juguetes, la maleta con los diez mil polos y shorts necesarios para un fin de semana de diversión, la leche, la mamadera, los pañales, etc. 

Entonces, cedí por la comodidad del espacio y decidí comprarme una camioneta. Lo que tocaba era hacer un up grade en la misma marca, pero consideré que esta no era lo suficientemente grande como para justificar el precio y la siguiente ya era muy cara. Así que preferí cambiar de firma. 

Algo tan sencillo como eso solo ha generado comentarios frívolos: “¿Qué pasó, seño?”, “¿Dónde está la buena caña, jefa?”, “¿Por qué no te compraste esto? 
De verdad que es hasta huachafo sentir cierto tono de compasión o tristeza al preguntar por mi ex carro. No sé qué responder porque me parece un tema intrascendente. Tal vez pretendan que les dé explicaciones de mi vida y mis prioridades. Qué pasa si tuviera problemas económicos y la plata no me alcanza o si un familiar está con cáncer y las cuentas de la clínica están a punto de dejarme a pie o si mi hijo debiera ser operado de algo extraño y delicado fuera del Perú. 

Quizá sí hay algún morbo de querer escuchar que estoy pasando por un mal momento. Cuando me agarran de buen humor, respondo si acaso nos les gusta mi nuevo vehículo. Pero cuando ando apurada solo digo cortante que lo cambié.   
Hace unos días me chocó un tráiler que se dio a la fuga. Mi camioneta está en el taller y el seguro me ha  proporcionado un auto de reemplazo. Es uno nuevo, de color blanco y el modelo es muy utilizado para taxi. Esto último pareciera ser un pecado. No tienen idea de los mensajes que tengo que escuchar. ¿Qué pasará por sus cabezas? Es como si hubiera caído en desgracia. 

Todos los comentarios vienen de los hombres. Como se supone que son los que más saben de fierros, andan preocupados por ver el año, el modelo, la marca y el precio de tal o cual carro. Qué frescos son cuando nos endosan los clichés de superficiales y metetes. Señores, dedíquense más a sus vidas y a sus carros y dejen al resto hacer lo que le da la gana con su plata. 

 

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