Peatones en Brooklyn ven las torres gemelas tras los ataques. (AFP)
Peatones en Brooklyn ven las torres gemelas tras los ataques. (AFP)

Milagros Leiva
Norka Peralta


(Publicada el 12/09/2001) La imagen de la pantalla quedará grabada en las retinas para siempre. Grises y abultadas nubes de humo, una bola de fuego de un avión suicida estrellándose, dos moles de cemento viniéndose abajo y seres humanos saltando, buscando infructuosamente sobrevivir, prefiriendo caer al vacío antes que morir en una hoguera que no prendieron. Estados Unidos llora y con ellos el mundo entero.

En total fueron cuatros los aviones convertidos en bombas voladoras por obra y gracia del terrorismo internacional. American Airlines ya notificó su duelo: 156 personas a bordo en las dos naves que no llegaron a su destino murieron, seguramente, con la angustia y el terror tatuados en los rostros. La cifra de United Airlines es similar: 110 víctimas en sus dos naves colapsadas. Hasta el cierre de nuestra edición nadie se atrevió a decir cuántas personas habían muerto en tierra. Tampoco autoridad alguna intentó una explicación de cómo así los terroristas vulneraron los mecanismos de seguridad de un país que precisamente hace alarde de su inviolabilidad. Sólo se reconoció el sentimiento de impotencia y profunda tristeza que suele invadir el alma cuando se observan atentados milimétricamente planeados que van más allá del terror. Aislados por la barbarie

Dos de los edificios más representativos de la arquitectura de Nueva York, las torres gemelas del World Trade Center, se vinieron abajo enterrando a centenares de víctimas inocentes. El Pentágono de Washington sufrió en carne propia los estragos del terrorismo y el país entero fue presa de la zozobra. Con este ataque Estados Unidos fue blanco del peor atentado terrorista de su historia y golpeado en sus centros neurálgicos de finanzas y poder; pero el horror ya tenía antecedentes: El 26 de junio de 1993 una explosión provocada por un coche bomba estremeció las entrañas de una de las torres gemelas. Seis muertos y mil heridos fue el saldo de aquel macabro atentado. Ramzi Yousef fue encontrado culpable y condenado a cadena perpetua en 1998. Tenía 29 años.

Ayer otro grupo terrorista logró su desplomar las torres símbolo y la incredulidad, el trauma y la indignación ha quedado registrada gracias a la señal televisiva. Transcurrida una hora de incendio las torres se vinieron abajo y espesas cortinas de humo con olor a muerte provocaron que el pánico se apoderara de los pobladores de Washington y Nueva York desacostumbrados a los inhumanos ataques terroristas.

Después del atentado, el gobierno de Estados Unidos decidió cubrirse las espaldas. Las órdenes de evacuación fueron inmediatas en los principales edificios del Gobierno en Washington, se incluyeron la Casa Blanca, el Capitolio, la sede del congreso, la sede de la ONU y Departamento de Justicia y del Tesoro. 4,700 personas se pusieron a salvo en las Naciones Unidas y otras 7 mil en los edificios de la Unicef y los programas de desarrollo de la ONU.

El cierre de fronteras con México y Canadá llegó mientras el presidente Vicente Fox condenaba los ataques. En una histórica y drástica medida, la Dirección Federal de Aviación ordenó clausurar todos los aeropuertos de Estados Unidos. Los vuelos transoceánicos fueron en un primer momento derivados a Canadá, pero luego se aceptó el aterrizaje de 22 vuelos internacionales en territorio estadounidense. Hoy se espera que el tráfico se normalice. El rostro de la tragedia.

Las medidas de seguridad en Florida fueron incrementadas en los puntos de mayor captación turística fueron los focos de prevención. Por primera vez en su historia, Disney World le dio descanso a Mickey Mouse pues se vio obligado a evacuar a los miles de visitantes que diariamente visitan los parques. Sea World, Magic Kindom, Epcot Center y Busch Gardens fueron cerrados hasta nuevo aviso y hasta hoy se analizaba si Universal Studios se unía a la medida. La agencia espacial de Estados Unidos (NASA) evacuó a unos doce mil trabajadores del Centro Espacial John F. Kennedy, en Cabo Cañaveral (Florida).

El estado de alerta máxima fue decretado en todo el territorio y aunque algunos bancos siguieron operando con normalidad, los colegios y universidades de Nueva York y Washington declararon asueto por seguridad. En cambio ciento setenta hospitales de la Gran Manzana abrieron sus pasillos a la emergencia. Al mediodía el llamado era de pavor: no sólo se necesitaba donantes de sangre, también hacían falta personas con nociones de primeros auxilios, pues no se daban abasto.

Unas 10 mil personas de los equipos de salvamento realizaban las tareas de rescate en la base de los edificios socorriendo a más de 600 heridos de gravedad. Las víctimas presentaron, principalmente, cuadros de asfixia. Pero fue una noticia conocida en horas de la tarde la que aumentó la dosis de tragedia: las brigadas iniciales de rescate (bomberos, policías y socorristas en número indeterminado) quedaron sepultadas con la caída de las moles de cemento. Se estima que aproximadamente fallecieron 300 bomberos y 78 policías tratando de salvar vidas. La cuota de solidaridad la dieron los cientos de donantes que acudieron durante todo el día a los hospitales de Manhattan para ofrecer su sangre.

Hasta anoche los operativos de rescate seguían buscando mientras las cadenas de televisión informaban que bajo los escombros sobrevivientes pedían a través de sus celulares ser rescatados. Según cálculos de los servicios médicos, se lograron evacuar unas 30 mil personas antes del derrumbe.

Tras el desplome de las Torres Gemelas, el alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, ordenó la evacuación del sur de la isla de Manhattan y se cerraron los túneles y puentes de acceso. El distrito quedó incomunicado y largas colas frente a los teléfonos públicos graficaron la angustia. Dos mil hombres de la Guardia Nacional garantizaron la seguridad, pero se sabe que la zona del desastre permanecerá cerrada porque muchos edificios corren el riesgo de derrumbarse.

En Washington los funcionarios y empleados federales fueron enviados a sus casas, pero hoy retornarían a sus oficinas a pesar de los declarados ochocientos muertos en el Pentágono. Son más, pero la cifra real aún no se conoce. Kilómetros al noreste, Manhattan ya no era la ciudad atiborrada de turistas en busca de diversión. Parecía una ciudad fantasma por la que corrían ríos de peatones que cabizbajos huían del horror. Las avenidas y puentes clausuradas por el gobierno municipal se inundaron de caminantes después de que el primer avión se estrellara en una de las torres y fue entonces que el puente de Brooklin se llenó de peatones que buscaban salvar sus vidas. Unos letreros colocados de emergencia en las iglesias resumieron el sentimiento: "Entre y rece", decía el consuelo.

En este martes fatídico también hubo ánimo para un cóctel de humor negro que se derramó sobre la ciudad de los rascacielos: Como el sueño de todo ser humano es ser parte de los hechos que marcan la historia, los turistas y neoyorquinos recuperados del shock corrieron a comprar dos de las joyas más preciadas ayer en Manhattan: postales con la imagen aún en pie de las torres desaparecidas y cámaras fotográficas para inmortalizar el atentado. Las tiendas que venden artículos deportivos hicieron su agosto vendiendo zapatillas, pues no quedó otra que caminar de regreso a casa. Un regreso en el que se escucharon lamentos de desolación con un insistente ulular de sirenas como música de fondo.

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