Roma, a 25 de agosto de 1927
Señor director de El Comercio
Lima
En el número de su acreditado diario, correspondiente al domingo 24 de julio último, acabo de ver un largo artículo ilustrado en que se revela, como singular novedad, un sistema de navegación aérea inventado por el alemán Max Valier, con el nombre de “buque cohete”, y con el que se podría llegar a velocidad tal que Nueva York quedaría a menos de dos horas de Berlín.
El sistema de aviones-cohete es, sin embargo, ya conocido en Europa, habiendo sido aplicado durante la guerra mundial, en diversos ‘torpedos aéreos’. Se ha publicado además a este respecto varios proyectos, especialmente en Francia, durante los últimos quince años. El buque-cohete de Valier no es, pues, sino uno de tantos aparatos ideados recientemente con más o menos acierto, como el mismo autor lo reconoce al referirse a los proyectos anteriores de Goddard, Oberth y Von Hoeftt.
Pero lo que me induce a escribir la presente es hacer notar que el proyecto del avión-cohete ha sido ideado y estudiado por el suscrito HACE TREINTA AÑOS, cuando era estudiante en el Instituto de Química Aplicada de la Universidad de París. Tal proyecto mío es por tanto anterior a la construcción de los modernos aeroplanos, aunque los primeros tímidos vuelos de los hermanos Wright, en el campo de Auvours, solo se efectuaron en 1908 (1).
Mis experiencias más definitivas fueron hechas con cohetes de acero vanadiado —entonces una novedad— y con las panclastitas que acababa de inventar Turpin, el autor de la melinita. En la parte superior de este cohete metálico, con interior cónico y que medía unos 10 cm de alto por 10 cm de diámetro en la base abierta, se introducía por conductos opuestos y provistos de válvulas con resortes, el vapor de peróxido de ázoe, por un lado, y la bencina de petróleo, por otro. La chispa eléctrica de una bujía parecida a la de los automóviles y colocada a media altura en el interior del cohete determinaba la explosión.
“El proyecto de avión-cohete ha sido ideado y estudiado por el suscrito hace treinta años, cuando era estudiante en el Instituto de Química Aplicada de la Universidad de París”
Por otra parte, para efectuar las experiencias preliminares el cohete provisto de anillos exteriores de largos tubos flexibles que unían sus mencionados conductos a los depósitos del peróxido de ázoe y de la bencina y de un conducto de la bujía a la toma de corriente, podía ascender entre dos tensos alambres paralelos y verticales, entre cuya parte se instaló un fuerte dinamómetro a resorte que, soportando la presión del cohete en ejercicio, podía medir aproximadamente su fuerza ascensional.
Los resultados de tales experiencias fueron de lo más satisfactorios. Un solo cohete de 2 kilos y medio de peso y con unas 300 explosiones por minuto no solo pudo mantenerse en constante empuje contra el dinamómetro, que llegó a marcar hasta 90 kilos de presión, sino que funcionó sin deformarse notablemente cerca de una hora. En tales condiciones no era, pues, aventurado prever que, disponiendo de dos baterías con mil cohetes cada una, para accionar una mientras la otra descansaba, habría sido posible levantar varias toneladas.
La imposibilidad de continuar esas experiencias con explosivos de manejo tan riesgoso como el peróxido de ázoe y otras ocupaciones personales han hecho que aplazara la continuación de tan interesante invento desde 1897 hasta la fecha. Más como tales experiencias fueron conocidas de varios de mis compañeros europeos de estudios y de algunos peruanos, entonces rarísimos, que residían en el Barrio Latino de París, espero que, si alguno de ellos se encuentra en el Perú, podrá confirmar el eco de esas experiencias, hechas, es verdad, sin testigos, pero de las que por mi parte hablaba a cuantos querían oírme.
Aun cuando no tengo noticia de que alguien se haya ocupado, ante de mí, del avión-cohete, no pretendo reivindicar la paternidad de ese invento, porque, como todo proyecto, no vale sino por su realización, el inventor del avión-cohete será el primero que logre volar en un aparato impulsado por cohetes. No es, pues, tanto para hacer notar que el proyecto del alemán Valier ha sido precedido, treinta años antes y aun tal vez con experiencias más concluyentes, por el de un peruano, cuanto para llamar la atención de los técnicos e inventores de nuestro país sobre este importante asunto, es que me permito escribir la presente. En efecto, lo que, por desgraciadas circunstancia no he podido lograr, bien puede obtenerlo, para gloria y provecho del Perú, algún otro compatriota mejor provisto. Lo necesario es que precise bien el problema y que utilice adecuadamente los elementos cada vez mejores que brinda la técnica moderna.
Un avión perfecto debería: 1º elevarse verticalmente; 2º detenerse en cualquier punto de la atmósfera; 3º poder volar a más de 20.000 metros de altura; 4º poseer un exterior indeformable por los agentes atmosféricos y el interior confortable para un gran número de pasajeros y un gran peso de mercancías; 5º descender verticalmente.
Claro está que los modernos aeroplanos, que no son sino “cometas automotrices”, con sus hélices de tan pobre rendimiento, sus organismos casi totalmente al descubierto y su imposibilidad de mantenerse quedos en el espacio, no satisfacen ninguna de las anteriores condiciones y deben ser considerados, en la navegación aérea, como precursores; algo así como en la navegación marítima, los veleros que también han atravesado los océanos. Los helicópteros, por su parte, pueden elevarse y descender verticalmente; pero la complexidad de su organismo ha hecho que hasta ahora no hayan podido realizar un vuelo efectivo. En fin, los dirigibles o “más livianos que el aire”, fuera de su enorme precio, se encuentran, por decirlo así, cohibidos por la “ley del cubo de la velocidad” (2). Son ellos, sin embargo, los que han podido transportar mayor número de pasajeros y los que primero han atravesado el Atlántico, de Alemania a Estados Unidos.
Notamos, por otra parte, que el avión-cohete de Valier, tal como lo representa su figura publicada en El Comercio, no satisface tampoco todas las condiciones que hemos visto. Si su forma de obús puede permitirle la ascensión vertical, no se ve cómo pase a la dirección horizontal sin imponer a sus pasajeros una acrobacia de alta escuela, y mucho menos, cómo puede descender verticalmente. Ahora bien, la primera ventaja de la aplicación de cohetes motores consiste en que forman una fuerza exterior al aparato, pero manejable desde el interior, lo que permite dar a ese aparato la forma que se quiera, es decir, la más apropiada. Y esta resulta ser, a mi juicio —para deslizarse en un fluido tan variable, agitado y “fecundo en tensiones” como la atmósfera— la forma lenticular, con convexidad tal que casi iguale a la de un ovoide, como nuestro planeta. Disponiendo así de baterías inferiores y ecuatoriales de cohetes, cuya inclinación podría además variarse, sería fácil dirigir vertical, horizontal u oblicuamente ese móvil, contrarrestar cualquier capricho contrario del fluido ambiente, detenerse en el espacio y descender a plomo.
Con tales ventajas se puede preguntar por qué no se ha construido ya aviones-cohetes y tanto más cuanto que los mismos cohetes, dispuestos tangencialmente en una rueda, formarían el más sencillo y potente de los motores industriales; que los obuses-cohetes suprimirían en la guerra el costoso uso de los cañones, etc. etc. Pues, por experiencia propia puedo decirlo: por la enorme dificultad que un civil, sobre todo en Europa, encuentra para documentarse y experimentar con explosivos. Y, además, porque los explosivos convenientes que son los ‘de yuxtaposición’ y no sólidos, sino líquidos o gaseosos, que no vende el comercio, eran de preparación insegura y peligrosa.
Pero, durante los últimos quince años, la ciencia de los explosivos es una de las que más ha progresado y su práctica ya no está monopolizada por los militares. Los explosivos son hoy para los ingenieros lo que el hacha para el leñador y el pico para el cantero. Los motores a explosión reemplazan doquier a los de vapor; la pirotécnica no es ya solo un arte; y la química construye series de explosivos tan variadas como las de colorantes y perfumes. Y estos progresos van a convertirse en formidables con los estudios de las fuerzas radioactivas. Por ejemplo, M. Esnault Pelterie ha calculado que un vagón-cohete, que pese mil kilos, con un motor alimentado por la desintegración de solo dos decigramos de rádium dispondría de 40.000 HP durante media hora; lo suficiente para ir a la Luna en 24 minutos 9′' y regresar de ese satélite en 3 minutos, 46′'.
Verdad es que aun no sabemos utilizar la energía mecánica del rádium como la del petróleo. Pero no se necesita tanto para poder viajar modestamente de Europa a Lima en un par de horas.
Su muy atento y S.S.
Pedro E. Paulet
Ingeniero químico
(1) Sin embargo, hay que decir que un proyecto de aeroplano, completamente igual a los actuales, con sus alas, nave-motor —aunque no a explosión— y hélice fue descrito por Sir John Cayley, en 1809.
(2) La fuerza necesaria para comunicar velocidades recientes a un mismo dirigible aumenta proporcionalmente al cubo de la velocidad buscada. Esto aventaja a los grandes globos; pero entonces la resistencia del aire aumenta considerablemente, según la fórmula R KSV2, en que R es la resistencia y S la superficie en metros cuadrados, V es la velocidad en metros por segundo y K una constante (0,08 a 0,16)