Cuando la noticia se diseminó por el mundo, la comunidad científica internacional respondió con una comprensible mixtura de extrañeza y escepticismo. ¿Pirámides de casi cinco mil años de antigüedad en un remoto y casi inexplorado paraje de la costa peruana? ¿Vestigios de un complejo centro urbano que se desenvolvió al mismo tiempo en que, por ejemplo, los egipcios levantaban sus insignes cámaras mortuorias? ¿Acaso era posible que, como ya lo sospechaban desde hacía mucho Ruth Shady y su equipo de arqueólogos de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la cuna de la civilización americana se encontrase a escasos 200 kilómetros al norte de la capital del Perú, en un sector que, antes, había sido prácticamente ignorado por los estudiosos?
La respuesta, luego de que una serie de fechados radiocarbónicos confirmaran la antigüedad (cerca de 3000 años a.C.) de la Ciudad Sagrada de Caral, se transformó súbitamente en un contundente sí. Los hallazgos de Shady, venciendo cualquier resquicio de necia incredulidad, empezaban a revolucionar dramáticamente las concepciones que la ciencia había desarrollado acerca de los orígenes de la civilización en nuestro país. El Perú, otra vez, acaparaba los titulares de la prensa mundial.
La Ciudad Sagrada
Para llegar a Caral, lo primero que se debe hacer es desterrar la idea de que el camino es fácil. Poco antes de Supe, un añejo cartel a un lado de la carretera anuncia el desvío hacia la zona arqueológica. Hasta ahí, todo es un juego de niños. Luego sobreviene el tormento de un sendero de tierra afirmada que, a cada instante, sorprende ingratamente con piedras enormes, charcos que asemejan lagunas, tierra, muchísima tierra y un río que, sin un buen sistema de tracción, es simplemente infranqueable para un automóvil. Por eso el equipo de esta revista [Somos], ansioso por conocer la ciudadela prehispánica más vetusta de América, optó por recorrer los últimos kilómetros del trayecto a pie.
Otro cartel, tras una impetuosa batalla contra los mosquitos y los nunca simpáticos perros de chacra que abundan en la zona, nos condujo a la humilde “Casa de los Arqueólogos” que la Municipalidad de Barranca levantó cerca de la Ciudad Sagrada para facilitar los trabajos de investigación. Allí pernoctan alternadamente los siete arqueólogos peruanos que, bajo la supervisión de la doctora Shady, siguen extrayendo de la entraña del arenal los secretos mejor guardados de nuestro pasado. Una vez en el inmenso páramo que cobija las pirámides y demás restos de lo que fue el primer foco cultural del antiguo Perú, impresiona no sólo la majestuosidad que se vislumbra en algunas de las estructuras develadas (El Templo Mayor, por ejemplo, que alcanza los 18 metros de altura), sino el estado casi inmaculado del complejo, ideal para que las excavaciones y los estudios arqueológicos se desarrollen con prolijidad. Y es que, al no detectar restos de cerámica (ni de cualquier otro potencial botín) en la zona, los ubicuos huaqueros no guardan particular aprecio por Caral y los miles de años que sus escombros han sabido proteger. Felizmente.
Pirámides de fuego
“Los rasgos que presenta Caral revelan complejidad en el diseño arquitectónico, en la labor constructiva y en el uso del espacio: una extensión de más de 50 hectáreas con edificaciones distribuidas siguiendo un patrón determinado; presencia de, por lo menos, seis volúmenes piramidales mayores, además de otras construcciones monumentales menores de cinco diferentes tamaños y todos ellos con su particular grupo de estructuras auxiliares; así como de conjuntos residenciales, igualmente, de variada dimensión, tecnología y material constructivo. (...) Para la sociedad de Supe, Caral, más que un centro ceremonial, habría sido una ciudad sagrada, con rol protagónico en la vida y en las actividades económicas y religiosas de las comunidades de ese valle y de su área de influencia: la costa y la sierra colindante del área norcentral del Perú”, apunta la doctora Shady en su ensayo Los orígenes de la civilización y la formación del estado en el Perú: Las evidencias arqueológicas de Caral-Supe.
En persona, a paso apurado mientras se aleja del yacimiento en el que ha estado trabajando durante todo el fin de semana junto a Marco Machacuay, arqueólogo jefe de campo, la doctora Shady, en lugar de copiosas descripciones o recargadas exégesis arqueológicas, se limita a sonreírnos y, mujer de pocas palabras y enorme devoción por su trabajo, preguntarnos cómo estuvo el viaje (más o menos, mentimos) y quejarse del pésimo estado de la vía de acceso a la zona. Luego nos deja con una de sus estudiantes de maestría, la arqueóloga Rocío Aramburú, y parte con rumbo desconocido, seguramente a seguir exhumando nuestro pasado. Ya en la cumbre del Templo Mayor —lugar desde el cual se puede apreciar el valle del río Supe en toda su verde extensión—, la arqueóloga (también sanmarquina) nos explica cuáles son las teorías acerca de las funciones de las pirámides, la forma en que los antiguos habitantes de Caral las construían y cómo se distribuían los sectores residenciales de la ciudad en un instructivo monólogo que, naturalmente, no podemos reproducir en el breve espacio que ofrece esta crónica.
El camino, que luego nos conducirá al Templo del Anfiteatro y al Altar del Fuego Mayor (lugar en el que se encontraron 32 flautas suntuosamente decoradas, que de manera significativa para cualquier melómano, habrían sido utilizadas por el primer conjunto musical de la historia de nuestro país), dos puntos cruciales en todo el circuito por su incuestionable relevancia política y religiosa, es lo suficientemente revelador y nos obliga a formular un tardío mea culpa: ¿cómo es que un lugar de tamaña trascendencia cultural permaneció ignorado por los peruanos durante tanto tiempo? ¿Por qué recién ahora, cuando la prensa de todo el mundo ha dado cuenta de los hallazgos de la doctora Shady, le prestamos atención a Caral? Respuesta incierta. Telón lento.
La polémica
Uno de los asuntos que ha movilizado la indignación de la comunidad científica nacional en las últimas semanas es la forma en que un estudioso extranjero que apenas estuvo una vez en Caral y nunca participó de las excavaciones que allí se realizan, ha venido atribuyéndose todo el mérito de los descubrimientos, relegando a un segundo plano a la doctora Shady y los demás arqueólogos peruanos.
Johnatan Hass, arqueólogo de la Universidad de Chicago (a quien se le reconoce su substancial aporte para conseguir la financiación de las pruebas radiocarbónicas), publicó un artículo en la influyente revista Science que supuestamente serviría para divulgar los hallazgos en Caral. El problema radica en que, de modo arbitrario e injustificado, Hass reclama para sí los resultados de un trabajo que se inició hace cinco años, y en el que nunca participó.
Citemos el comunicado de prensa que el jueves 26 de abril publicó el Museo Field: “Nuestros hallazgos demuestran que una gran, compleja sociedad floreció en la costa del Perú siglos antes de lo que nadie podía imaginar”, dice Hass. Todo esto ha generado un considerable malestar entre los arqueólogos nacionales, que durante años soportaron estoicamente el absoluto desinterés de las autoridades peruanas (la doctora Shady recuerda, por ejemplo, la nula atención que le prestó el congresista Ricardo Marcenaro cuando le hizo llegar una propuesta de ley que beneficiaría directamente los trabajos en Caral) y la desesperante ausencia de recursos económicos, y que ahora presencian cómo un foráneo, que apenas conoció el lugar porque estuvo en Lima y Barranca de vacaciones con su familia, se adjudica todos los réditos de largos años de exhaustiva investigación.
En todo caso, lo que sí debemos hacer los peruanos, aparte de admirar el esplendor perdido de nuestros ancestros, es reconocer el trabajo indesmayable de nuestros compatriotas. Y la mejor forma de hacerlo es brindándoles condiciones óptimas para el estudio y los suficiente recursos como para, en un futuro cercano, hacer de Caral un nuevo núcleo de atención turística. El gobierno tiene la palabra. Ojalá que, esta vez, sí haga uso de ella.
Fotos Cecilia Durand