Los llaman idiotas. Zombis, babosos, alienados. Déjenlos ser. Lo único que están haciendo los encorvados cazadores de pokemones, además de consumir su limitado tiempo de vida sobre el planeta, es recrear virtualmente a manera de juego el ritual primitivo que en algún momento nos definió como especie: la cacería. Tal como entonces lo hacen ahora en manada o adiestrando a los cachorros, con la diferencia que la actual pesquisa inútil que los convoca lejos está de la sobrevivencia: nadie llevará un Snorlax a casa para ponerlo en la mesa como almuerzo.
El temporal apetito por la masiva captura de pokemones está vinculada la recompensa inmediata del consumo. El consuelo es que quienes lo practican han recordado la existencia de parques y lugares públicos, y lo están haciendo en compañía. Una salida a medias de esa jaula invisible que nos ha capturado a todos: Internet.
Sendos manganzones discurren por la calle simulando llamadas mientras buscan pokeparadas a la hora del refrigerio. No se señala con el dedo a quien inocentemente juega. Sucesivamente a lo largo de su historia el ser humano ha sido calificado por un naturalista, un filósofo y un historiador (1) como Homo sapiens (hombre que piensa, 1758), Homo faber (hombre que fabrica, 1907) y Homo ludens (hombre que juega, 1938). Siendo Sófocles quien con anterioridad, alevosía y ventaja invirtiera el foco de atención para señalar que en realidad los hombres eran los juguetes de los dioses. En lo que a juegos enajenantes y perseguidos se refiere, el Pokémon Go tuvo un abuelo. Se llamaba pinball.
Entre pollos y The Who
A finales de los años setenta, a pocos metros del cruce de 28 de Julio con la avenida Larco, un oculto templo del ocio recreativo llenaba las horas muertas de cuando los jóvenes vivían sin celulares. El recinto se encontraba camuflado en la trastienda de una pollería que recurría a innovadora manera de cocinar el pollo inventada en Wisconsin: ave frita a altas temperaturas en una olla a presión, broiled y roasted, es decir, broaster. El lugar miraflorino en cuestión llevaba el metonímico nombre de Pollos Crisp.
Pasados los vapores suculentos del comedor se accedía al santuario electrónico que detrás de él funcionaba. Una sala con varias máquinas de pinball y arcade con atmósfera de clandestinidad avícola. Aparatos como estas solo se habían visto en Lima en la Feria del Hogar, una novedad disruptiva junto con el salón de los espejos, habiendo abonado a favor de su culto la película de la ópera rock Tommy, con música de The Who. En ella el vocalista del grupo Roger Daltrey hacía de un traumatizado niño ciego, sordo y mudo, autista en vías de diagnóstico que luego de encontrar una máquina de pinball en un botadero de basura se descubre como maestro en su manejo, convirtiendo el juego del pinball en una religión. La explicación a este don, relatada en la canción “Pinball Wizard” (“la peor que he escrito en mi vida”, Pete Townshend dixit) está en que al ser sensorialmente discapacitado Tommy tiene bloqueada cualquier distracción que le interrumpa el juego. Digamos lo que pasa actualmente con un chico y su celular. Tommy se estrenó en Lima en lo que era el cine Orrantia, esquina de Javier Prado con la avenida Arequipa, en medio de una densa neblina marihuanera al interior del recinto. Hoy en día, nada es casualidad, el cine Orrantia es un templo religioso.
Un pinball en Versalles
Luis XIV, el ‘Rey Sol’, puede haber sido el pionero del pinball. Durante su mandato fue que se creó ese juego híbrido entre bolos y billar que se dio en llamar bagatelle, literalmente minucia de poco valor. Recién en los años 30 al norteamericano David Gottlieb se le ocurría incorporarle el mecanismo para jugar a cambio de monedas, entretenimiento barato que calzó con las necesidades de escape propias de la Gran Depresión. El propio Gottlieb a fines de los 40 le incorpora las paletas controladas por el jugador para intentar mantener la bola dentro del campo de juego, los flippers. El triunfo consistía en acumular el mayor puntaje en base a la rapidez y pericia en el manejo de flippers para que la billa rebotara eternamente entre bumpers, slingshots, spinners y rollers, adminículos todos distribuidos sobre la plataforma de juego con intricada red de solenoides eléctricos en su interior a fin de intervenir en el discurrir de la bola metálica. El arte de la minucia geoespacial.
En Pollos Crisp además de los pinballs de flipper, había otros juegos más sofisticados, los de arcade, donde la narrativa del juego ya no era mecánica sino electrónica. Era el caso del Shark Hunt, donde se cazaban tiburones con un control que simulaba un arpón real; Night Rider, simulador de manejo con palanca de cambios al piso y auténtico sonido de motor, y una de las primeras versiones de la creación del japonés Tomohiro Nishikado cuando soñó con unos niños que esperaban a Papá Noel y en vez del viejito barbudo llegaron unos alienígenas para conquistar el planeta. El juego se llamaba Space Invaders (1978). Los récords de la mayoría de juegos de Pollos Crisp los tenía un joven nikkéi, hijo del dueño de un restaurante criollo en Larco.
Aptos para mayores de 18 años
Los pinballs habían llegado a Lima precedidos por su mala fama. Esta había sido labrada a pulso por el alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia, cuando los prohibió en su ciudad en 1942. La Guardia, haciendo honor a su apellido, consideraba que estas máquinas les robaban la propina a los niños y se dedicó a la cacería indiscriminada de pinballs por toda la ciudad. Al estilo de lo que se hacía con alambiques clandestinos durante la prohibición alcohólica, La Guardia —remunido de una comba— destruía las máquinas en público. Los restos de ellas eran arrojadas al río Hudson. El veto en contra del juego electrónico recién se levantó en Nueva York en 1976, en parte gracias a los flippers. El alegato legal es que ahora el jugador, y no el azar, controlaba la máquina.
Por eso, cuando años después de esa fecha, y empalmando con el ocaso del Pollos Crisp, se abría frente al parque Kennedy el Pinbol (sic), rigurosos uniformados en contradictoria vestimenta que combinaba rayas blancas y rojas cual pasta de dientes hacían lo posible por cumplir el admonitorio aviso en la puerta: prohibido el ingreso a menores de 18 años. El lugar y la forma donde darse valor para traspasar esa frontera estaban cerca. A 50 metros, avenida Schell, la tienda bandera de zapatos Makarios ofrecía calzado con plataforma y taco emperillado para varones con necesidades de seguridad psicológica respecto a su altura. En ese entonces el jardín del parque Kennedy llegaba hasta la rodilla para disfrute de las ratas, por lo que los Makarios eran doblemente útiles. En el Pinbol esperaba un juego arcade singular, Death Race (Exidy, 1976). La mecánica del mismo consistía en atropellar personajes. Fue el juego que inauguro la controversia acerca del peligro satánico oculto detrás del juego electrónico, y que sutilmente sugería la profecía maldita de Transportes Orión.
Camino Real: el nuevo centro de Lima
“En Camino Real hay lugar para pocos”, decía la políticamente incorrecta publicidad de 1980 del nuevo centro comercial de San Isidro. Era un error honesto. Lo que se vendía era exclusión, apenas 200 tiendas de 50 m2 cada una en la modalidad que sería una de las heridas de muerte del local: venta en vez de alquiler. El lugar fue inaugurado en noviembre de 1980 por el presidente Belaunde como una muestra de la ingenua extrapolación de lo distrital a lo nacional.
Camino Real se convirtió en el epicentro de la exclusividad a los precios correspondientes. La tienda de ropa Ayllu presentaba su última innovación surfera, camisas con mochilas incorporadas a la espalda, el calzado Titus vendía tus zapatitus. Y en el sótano que daba a la calle Choquehuanca, entre la discoteca Shanon —donde bailoteaba un aún flaco y con pelo Miguel Bosé— y el restaurante típico Cowboys —donde en la futura capital gastronómica de América se podía comer frejoles dulces norteamericanos—, había un pinball pituco: el Space Palace.
El rumor era que el mismo dueño del pinball pituco tenía otro local en Sáenz Peña, Callao, donde las fichas para jugar eran más baratas. El negocio lo hacían emprendedores chalacos que llegaban a Camino Real con un provechoso lote de fichas para revender. La estrella secreta del Space Palace, por su tecnología generadora de vectores que luego permitiría muchos juegos más y —cómo no— software utilitario como Excel, se llamaba Lunar Lander (Atari, 1979). Consistía en hacer alunizar un módulo teniendo en cuenta una agreste superficie lunar, combustible limitado y gravedad singular que ralentizaba cualquier maniobra ya sedada, una vez más, por la Cannabis sativa.
Lo que aterrizó trágicamente en Camino Real en 1992 fue el terrorismo. Un artefacto explosivo de Sendero Luminoso mató a una persona, generó un incendio y pérdidas por valor de más de una decena de millones de dólares. El lugar nunca se recuperó del golpe. Hoy en día cobra vida a la hora del almuerzo, cuando oficinistas lo invaden en busca de menús y pokemones.
Pokémon y culpa
Antes que las PC llevaran los pinballs a la comodidad de cada casa, sobrevivió en esplendor el miraflorino Big Bang en la avenida Ricardo Palma. Tenía por lo menos setenta máquinas entre pinballs y arcade donde destacaban una de Los Simpsons que se jugaba a cuatro manos. La leyenda urbana es que estas máquinas —cada una podía llegar a pesar 150 kilos— fueron a vendidas al Daytona Park. Ahí tendrían corto tiempo de vida hasta que el lugar se convirtió en un pueblo fantasma con olor a caballo.
En recorrido inverso, ahora el móvil ha sacado el video juego de casa y lo ha llevado a las calles en busca de monstruos de bolsillo, los pocket monsters. Aquí viene el mensaje a la conciencia para esa caterva perdida en su pantalla: Te hablo a ti, cazador de pokemones entrado en años, y a ti millennial lampiño desafecto del pasado inmediato. Levanten la humillada cerviz y caminen con orgullo rumbo al gimnasio inexistente. No sientan vergüenza. Es el viejo juego de la soledad. Durará lo que tarda una novedad en hacerse costumbre. Eso sí, dos inmensas preguntas celestes les quedan pendientes: ¿Qué hacían antes de vagar por la calle buscando lo que no existe? ¿Y qué harán después, cuando pase la novelería, que siempre pasa? “Enciéndete candela, fríete cebolla”, es como mi tía Lucila Campos dice en afroperuano el anglicismo get a life.