Mis siete pecados
Porque yo también juego (y porque me encanta decir: “ampay me salvo”)
Me gustaba jugar a los Siete Pecados porque dentro de su simpleza tenía un margen generoso para vulnerar las reglas. Era un juego que no padecía de ciencias exactas. Podías llegar a un acuerdo cómplice con los demás para provocar la pérdida del otro (por lo general, la fórmula era ir todos contra el más rápido y habilidoso del grupo), además nadie medía las dimensiones de tus saltos para lanzar el balonazo y si aquel cuerpo esférico se te acercaba con sutil amenaza podías quebrarte un poco hacia los lados y evitar la derrota. Para muchos de nosotros, “Siete pecados” no fue nuestro juego de la calle favorito sino una suerte de primera prueba de ética y moral.Mientras algunos se refugiaban en el eterno Matagente –y escribo eterno porque siempre había un antipático que se hacía inmortal embolsando los balones con el previsible ‘kechi’– o en las sugerentes Chapadas, yo me disponía a proponer mis queridos Siete Pecados. A veces mis amigos me hacían caso y comenzaba la verdadera diversión, nunca caí en este juego porque cuando las reglas son frágiles lo fríamente calculado no tiene pierde.
¿En qué consistía “Siete pecados? Muy simple: era la metáfora en campo abierto de la vida trepidante. El primero (el que la lleva) lanzaba el balón al aire diciendo un número –todos los jugadores deben tener uno– y ese número debía correr a tomar el balón para paralizar al resto y así intentar darles, como quien derriba un pino en el “bowling”. Aquel que recibía el golpe con la pelota acumulaba un pecado, hasta sumar siete y caer en el más impensado de los castigos (hacer beber a un amigo del agua de uno de los pozos del Parque Castilla en Lince fue un extremo gore al cual llegamos con amigos del barrio).
Como anotarle un pecado “al otro” era toda una ceremonia llena de actitudes físicas y mentales, era clave tener un plan. Antes de intentar darle con el balón al “rival” está la opción de dar saltos. Aún recuerdo al moreno Jean colocando el balón en el suelo para ensayar un salto triple a lo Mike Powell. Tremendo tramposazo, nunca dejaba de hacerlo. Pero esa picardía y fragilidad para cumplir las normas, hacían más divertido este juego. Siete Pecados pasó a la historia por tener polémica, revancha, tableros pateados, amigos, cómplices e invisibles, todos reunidos en ese cosmos pecador, donde era imposible hacerle espacio a la penitencia.
Esa creatividad de sabor nacional se las ha arreglado, incluso, para crear juegos sin excesos de logística. Juegos de la calle “Made in Peru” ¿Qué necesitabas para jugar Kiwi? ¿No bastaba solo con una pelota desgastada y algunas chapitas que acumuló el infaltable, el omnipresente “chino de la esquina”? ¿Para jugar Bata necesitabas algo más que un pedazo de triplay o madera para darle a la pelota? Hoy los niños casi no juegan en la calle, hoy por las cuadras solo se transita, hoy un pequeño de ocho años prefiere ir al Internet para jugar en red o se queda en casa con su Winning Eleven 2.
Tengo un sobrino de 16 años y algo me dice que nunca ha jugado a las escondidas, ese juego lleno de emociones que tanto funcionó en los años ochenta, cuando el apagón era el mejor aliado para desaparecer. R., mi sobrino, pertenece a la generación que en la hora de recreo no pelotea sino se obsesiona con el Play Station portátil o que prefiere llamar por celular a otro amiguito que fulminó etapas. Sus únicas corridas por veredas y pistas son para evitar robos, porque la calle está dura y hay que defenderse.
Los juegos también tienen fecha de caducidad. Me despedí de los Inmóviles para conocer los poderes afrodisíacos de la venerada, siempre pedida y urgentísima Botella Borracha (aplausos). Era gracioso pero con la BB (así la llamaré) se descubría la conocida psicología inversa. En apariencia nadie, pero nadie, quería jugarla pero en el fondo todos habían venido para eso (y solo para eso). Era la oportunidad para el beso imposible, para el descubrimiento, para la vulneración de amistades inmaculadas. Después de jugar a la BB –con su variante Verdad o Castigo– al lado de los más íntimos, nada vuelve a ser igual.
En Matagente descubrí el beneficio de la ubicuidad. Sin ser un contorsionista ni mucho menos velocista, me las arreglaba para estar bien posicionado, ser de alcance imposible para esos morteros humanos que disfrutaban al agarrar a pelotazos a los más débiles. Demoraba en caer pero ya con los tres o cuatro últimos alguien notaba que mi espalda era un blanco facilísimo y evidente.
No sé si Charada deba ingresar a esta lista de “juegos de la calle”, porque yo casi siempre la jugué en casas, mucho menos creo que deba estar Monopolio o su competencia más potente (¿alguien se acuerda de Millonario de Fi-Fi-Fiori?). Tampoco creo que deba ser muy específico con aquellos juegos que inventamos con los chicos de mi barrio (uno de ellos, y el más sórdido, lo bautizamos como “el juego de la galleta”, me niego a explicarlo por simple pudor).
Vamos no te hagas, tú también preferías ser el malo en Policías y Ladrones, tú también te desquitabas jaloneando al más chinche cuando tocaba jugar San Miguel. Ya, no te sientas mal, todos nosotros alguna vez caímos en las cálidas tentaciones del juego del Doctor. Sé que cada generación, y cada barrio, tuvieron su “juego de la calle” favorito. Yo me quedo con los Siete Pecados porque nunca los acumulé de niño. Recién de adulto me cobraron la factura, recién cerca de los treinta puedo sentarme y recordar las truculencias con las cuales gané tantos juegos. Pero usted no me juzgue mal. Yo pequé y pague: pero la pelota no se mancha.
¿Y cuál fue tu juego de la calle favorito? ¿Siete pecados? ¿Escondidas? ¿Las chapadas? ¿Cuándo fue la última vez que jugaste Matagente o algo parecido? ¿Volverías a hacerlo?
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[El Chavo del Ocho y el capítulo de los "Encantados". Muy recomendable]
EL NOSTÁLGICO DE LA SEMANA
Acabo de leer que Sandro sigue muy delicado de salud debido a un enfisema pulmonar. A manera de homenaje y afecto, tenemos este super clásico de 1968: Sandro de Argentina cantando “Yo te amo”. Mejórate genio doloroso.
LO MÁS CURSI
Año 1986. Una campaña en México por la paternidad responsable reunió a Johnny Lozada, ex Menudo, y a la entonces ‘mater purísima’ de Tatiana. Ambos eran íconos jóvenes y cantaron a dúo este tema que puede despertar todo tipo de sensaciones. Este video tiene sus momentos cumbres, sobre todo cuando Tatiana le mueve los hombros a la cámara (es muy gracioso). ¿A ver, quién encuentra algo más cursi que esto? Hasta la próxima semana.