La historia de mi sopa favorita
Pasé mi infancia en Monterrico cuando Monterrico todavía se consideraba “lejos”. Crecí en la zona que está entre la avenida Primavera y la Encalada, hacia la carretera Panamericana. Esa zona donde, unos 20 años atrás, no había mucho que hacer para una niña inquieta y comelona como yo. Nada salvo un chifa, el Sau San, que debió haber sido bastante conocido en su tiempo. Lo sé porque he escuchado a mi mamá soltar esa referencia en los taxis y son varios quienes se acuerdan. “Ahí, señor, por donde estaba el chifa Sau San”, les dice. Ya si lo sabe el taxista, qué más.Fueron otros dos puntos de referencia en el barrio, sin embargo, los que marcaron mis primeros años. El Mercado de Monterrico -que sigue teniendo la misma distribución de sus puestos hasta hoy- y Monterrey, que estaba ubicado en lo que actualmente es una tienda de ropa para chicas. Todo ello a varias cuadras de mi casa. Mi casa que no era mía ni de mis padres, sino de mis abuelos. Era blanca y grande, con rejas negras a través de las cuales alguna vez pude pasar, y un balcón que daba al parque. Era la casa de mi Papá Héctor y mi Mamá Nora. Aquella donde pinté las paredes y me rodé de las escaleras. Si has leído la breve descripción sobre mí que aparece al lado de este texto, notarás que con mi abuela -y con mi madre- comparto el nombre. Y algún que otro secreto.
El primero que tengo con mi abuela Nora es que, de hecho, no pude llamarla así por muchos años. Era nuestro acuerdo tácito. Llegué a su vida cuando ella todavía era muy joven (mis papás entraron en la hermosa etapa de la paternidad con prontitud). Entonces, desde chiquitas, la llamamos Mamoya. Lo digo en plural porque para la época en la que pude hablar mi hermanita ya había hecho su aparición. Sandra, la salvaje. Luego explicaré quién le puso el sobrenombre.
Yo acompañaba a mi Mamoya casi todos los días a comprar lo que necesitaba para cocinar. Cuenta ella que solía pedirle algunas cosas a cambio de guardar el secreto. No quiero pensar que eso fue un chantaje, sino más bien una linda oportunidad de negocio para quien se perfilaba como una pequeña emprendedora. Ok, no. La chantajeaba con decirle a la gente que estaba vieja -no lo estaba- y que era también mi abuela -eso sí que era-. Mi Mamoya, pobrecita, compraba siempre el chocolate o el chupete de turno. Por engreírme, estoy segura. Hasta que un día pedí algo excesivamente grande (¿un caballo?). Ahí en Monterrey, donde estarían todas sus vecinas, me disponía a hacer una pataleta. Valiente, se negó a comprarme lo pedido. “¿Me está retando esta señora?”, pensé con la malicia de quien todavía no sabía deletrear su apellido. Ella recuerda haberme escuchado gritar como una loquilla. Yo estoy segura que fue una cosita sin importancia.
Nunca más me ligó la jugada. Y ya no pude pedirle más cosas cuando salíamos a comprar papas, choclos de su casera, leche o pan.
Porque en las casas de antes se compraba pan para el lonche todas las tardes. Y se tomaba sopa como entrada obligada en el almuerzo. Al menos así era como se hacían las cosas en la de mi Papá Héctor, general en retiro de la Guardia Civil que a veces se sentaba a la mesa con lentes de sol y dibujaba caritas felices en mi barriga. Fue él quien llamaba Sandra la salvaje a mi hermana, en honor a una famosa vedette. También solía tirar con regularidad un puñado de monedas desde su cama para que las recojamos sus nietos, mientras nos agarrábamos a empujones. Denominaba ese generoso acto como “cancha pobre”. Con esa propina compraba mis galletas preferidas, lo cual era genial. Por años pensé que el póster de Clark Gable en blanco y negro que mi abuela tenía pegado detrás de la puerta de su cuarto era una foto suya. Lo pensé, principalmente, porque así me lo habían hecho creer. Mi Papá Héctor sabía hablar, sabía tomar y sabía comer. Tres características que -para mí- todo hombre debería reunir. Pero esa ya es otra historia. Mi abuelo nos dejó hace 8 años. Yo no pude venir a su entierro porque estaba estudiando fuera. Su partida es, todavía, muy difícil de recordar.
Vamos a recuerdos más bonitos. Él, su esposa y sus cuatro hijos pasaron largas temporadas en Cajamarca, Cusco e Iquitos durante su juventud. De esos años recorriendo el país es que mi abuela sacó su buena sazón. Eso, y una lista infinita de amistades que llenaron la casa sábado a sábado para célebres almuerzos que se convirtieron en parte de mi vida también. Mi hermana y yo nunca nos sentamos a la mesa, éramos muy pequeñas. Pero ayudábamos pelando alverjitas, separando el arroz y doblando servilletas. Un flashback a esos últimos años de los ochentas y primeros de los noventa, cuando veías películas de sábado por la tarde -no, no había cable y no es necesario recordarlo para no sentirnos viejos- y grababas casetes con tus canciones preferidas directamente de la radio.
De esos almuerzos es que rescato mi sopa favorita de todo el Perú y el mundo: el shambar. Un plato que crecí sintiendo muy parte de mí, por todo lo arriba narrado, pero que pocas veces he visto en otras mesas. Aprendí con los años que es una sopa de origen trujillano, aunque mi abuela insiste en haberla aprendido en Cajamarca. Insiste también en que hay decenas de versiones y que esta es la suya. Para mí, es el sabor más perfecto que conozco de hogar.
El menú en esa época consistía en humitas hechas en casa, shambar y arroz con asado. Yo mantengo el record de tomarme 4 platos seguidos de lo segundo antes de cumplir los 10 años. Mi pancita se inflaba como una pelota y así podía jugar a ser la embarazada. Sí, las niñas se inventaban juegos antes de la llegada del DVD.
Con mucho orgullo, traigo hoy la receta. Paciencia, que es como las de antaño. Con ingredientes como pellejo de chancho e indicaciones que empiezan con “la noche anterior, deje reposar”. Precioso. La cantidad es generosa, así que asegúrate de tener a quién invitarle. No te será difícil. No hay nadie que se resista a un buen plato de sopa.
Shambar de sábado
Necesitas:
-1 kilo de trigo shambar. Puedes encontrarlo en el mercado bajo ese nombre, pero si no tienen de ese tipo asegúrate de buscar un trigo chiquito, marroncito, que no sea del amarillo.
-1/2 kilo de frejol caballero.
-1/2 kilo de habas secas, ya peladas (vienen así).
-1/2 kilo de alverjón seco.
-1 kilo de pellejo de chancho.
-1 kilo de papa huayro o amarilla.
-1 puñado de alverjas verdes.
-1 paquete de hierbabuena picada.
-3 cebollas blancas, para el aderezo.
-1 cucharada de ajos molidos.
-2 cubitos de gallina.
-Canchita serrana para acompañar.
-La noche anterior pon a remojar las menestras en agua, cada una por separado. Las únicas de la lista que debes (además) cocinar con anticipación son el frejol y el alverjón. Ambos deben estar ya sancochados antes de que empieces a preparar el shambar. El trigo y las habas pueden permanecer en su agua, sin cocinar, hasta que entren a la olla.
-Pica la cebolla en cuadraditos para el aderezo y parte cada papa en 4 trozos. Ten esa papita cortada en agua hasta que toque llevarla a la olla. Asimismo, separa la grasa del pellejo de chancho con un cuchillo. Reserva esa grasa para luego freír con ella la canchita serrana. Sancocha el pellejo, ya sin grasa, en agua hervida. Ten todo esto listo para empezar a cocinar.
-Dora la cebolla en aceite. Echa el ajo, los dos cubitos y un poco de hierbabuena. Que la cebolla se dore y se reduzca. Hay que tener agua hervida a la mano. Se necesitarán unos 5 litros aproximadamente, así que asegúrate de cocinar la sopa en una olla grande. Bien grande. Sin miedo, que así lo hicieron nuestras madres y abuelas por años y ninguna de ellas se asustó.
-Una vez haya dorado la cebolla, añade los 5 litros de agua. Fuego alto. Ahora, incorpora el trigo, ya escurrido. A medida que el agua se vaya consumiendo (que lo hará, créeme), deberás ir añadiendo más agua. Ojito, ojito con eso.
-Cuando el trigo empiece a abrirse se echan las habas y el pellejo de chancho cortado en trozos. Se deja cocinar por aproximadamente 40 minutos a una hora. Durante ese proceso es cuando debes añadir también las alverjitas verdes.
-Ya cocidas las habas, es el turno de la papa y el alverjón. Adentro.
-Finalmente, van los frejoles. Deja la tapa abierta y que hierva todo por una media hora más. El secreto del plato está en que no quede un caldo; debe tener espesor. Chequea el punto de sal a tu gusto. A mí me gusta saladita, así que suelo probarla unas dos o tres veces hasta que esté lista para sevir.
-El plato se acompaña con canchita serrana y un poco más de hierbabuena picada fresca. Para freír la canchita, coloca la grasa que reservaste del pellejo de chancho en una sartén con un poquito de agua con sal. Deja que suelte la manteca y, una vez esté caliente, añade la canchita para que se fría.
Provecho, familia.
Pd. La sopa se sirve con una crema de rocoto especial. Mañana traigo la receta. Mientras tanto, cuéntame, ¿cuál es tu sopa favorita?