El loco
En “El elogio de la locura”, Erasmo ubica la locura en el centro de la vida, por ella bailamos, actuamos, nos casamos y nos aventuramos en el proceloso mar de la experiencia. La seriedad es todo lo contrario: pasividad, reposo, muerte.
Retomo una frase de “Memorias del subsuelo”, de Dostoievski para darle nitidez al cuadro que pretendo definir: “La razón es buena, no hay duda, pero la razón es solo razón y satisface únicamente la capacidad racional del hombre. En cambio la voluntad es la manifestación de la vida entera, es decir, de toda una vida humana. Y aunque en esta manifestación nuestra vida resulte una bazofia, es una vida a fin de cuentas y no el resultado de una raíz cuadrada. Quiero vivir para satisfacer toda mi capacidad vital y no solo mi capacidad racional, que solo representa una vigésima parte de toda mi capacidad de vivir”
Así, la vida, que es locura, pasión, sentimiento, romanticismo, peligro, avidez, contrasta con la rigidez de la razón seria, la que aburre y no camina, la del corcovado anciano que solo tiene por designio descansar o la del sabio que se apoya en demasía sobre la razón.
Los poetas románticos tendían a una vida heroica, a una vida, a una vida peligrosa, al filo, sobre el pico. Los piratas eran sus héroes como pudieron haber sido los santos, los extremistas, los aventureros y los que se sitúan al borde.
Y ya que llegamos hasta aquí, para quien quiera seguir este fragmento de Lord Byron (al que sigue Espronceda con uno similar en miras sobre aquellos viejos y arrebatados hombres de mar):
De “El corsario”, Lord Byron:
“No tenemos miedo a la muerte si nuestros enemigos perecen con nosotros. No nos parece la muerte tan triste como el reposo ¡venga cuando le plazca, y apresurémonos a gozar de la vida si hemos de perderla! ¿Qué importa que sea en las enfermedades o al filo de las espadas? Que aquel que a sí propio sobrevive, encariñado con sus mismas ruinas, busque reposo en el lecho durante largos años de enfermedad y arranque penosamente el aliento de su seno, cabeceando como un paralítico; para nosotros el verde musgo es preferible al lecho de la fiebre. En tanto el anciano rinde el alma de suspiro en suspiro, la nuestra nos abandona sin esfuerzo al primer golpe. ¡Envanézcase su ceniza de su urna y de su estrecho mausoleo; que los que en vida lo maldecían vayan a adornar su tumba! Pocas lágrimas corren sobre la nuestra, pero son sinceras: cuando el Océano nos sepulta en sus olas, un banquete expresa el recuerdo de nuestros compañeros; llénase la copa en honor nuestro. En el día del peligro no se olvida el corto epitafio cuando los que sobreviven para vencer se reparten el botín y exclaman, pintado sobre la frente entristecida un tierno recuerdo: –¡Ah! ¡Cuán hermoso hubiera sido este momento para los valientes que ya no existen!”
Espronceda lo ve así en “El pirata”:
“Que es mi barco mi tesoro…
¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río;
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena
colgaré de alguna entena
quizá en su propio navío.
Y si caigo,
¿que es la vida?
Por perdida ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.
Que es mi barco mi tesoro…
Son mi música mejor
aquilones:
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del ronco mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.
Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi Dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria la mar”.