Alonso Cueto: la pasajera
“La pasajera” (Planeta Perú: Seix Barral, 2015), de Alonso Cueto, es una novela breve que captura por su intensidad psicológica y por el atinado despliegue de su estructura y el flujo ininterrumpido de su lenguaje. De alguna manera Cueto logra introducirnos en una doble perspectiva de la violencia armada que vivió el Perú en los 80 y 90, la del ejecutor torturado por la culpa y la de la víctima cuyas heridas permanecen pobladas por el resentimiento y el miedo que no logra superar.
Me atrevería a decir que en su brevedad, el autor nos subyuga desde el inicio hasta el final con una trama que para los peruanos debería ser esencial, pero no lo es. En la historia, Arturo es un militar que combatió a Sendero Luminoso en Ayacucho, que trata de recomponer su vida en base a la disolución de la memoria, pero esta es estática como los hechos sustanciales de nuestra existencia que permanecen inamovibles y que no se borran por efecto de la voluntad. Es el sino ineluctable de la culpa que nos remite a Raskolnikov y a la obra magna de Dostoievski. La angustia reside en que, como en la ley nietzscheana del eterno retorno, el crimen o la pasividad frente al mal se repite una y otra vez sin visos de conclusión en la conciencia.
Arturo es ahora un taxista en una Lima que parece haber resuelto cínicamente sus conflictos, pero el suyo no es más que un disfraz que esconde la torturada humanidad de aquel militar que organizó un festín de vejaciones inconfesables en Ayacucho, una de cuyas víctimas fue Delia, violada sistemáticamente por una hilera de soldados. Arturo no había participado en el evento, pero más que consentido, lo había organizado.
Delia es en la actualidad una peluquera que, como Arturo ha construido una nueva vida en la Lima post Sendero, pero que oculta tras una cotidianidad común un plano fragmentado de recuerdos oscuros que la persiguen y la hunden como en un remolino. La violación, la humillación en su expresión máxima, no es un detalle al margen, son acontecimientos fundamentales que a Delia, en particular, la perseguirán por el resto de su vida, que morirán con ella. Mientras tanto la vida se le ofrecerá a ambos no más que como una simulación.
Cueto tiene la maestría de construir personajes vívidos y verosímiles y de armar estructuras que se sujetan al devenir psicológico de aquellos. Juega con ellos, los encuentra y desencuentra con destreza, los sabe ubicar en el entorno correcto. Logra en este caso que el lector se sacuda frente a una historia que hilvana bien el sufrimiento de dos personajes contrapuestos. El drama principal se inicia cuando Arturo y Delia se encuentran: el que organizó la violación y la mujer violada. El taxista reconoce a la peluquera y, lo peor, ella reconoce al monstruo que la sometió a la peor de las vejaciones. Recordar es tornar al tiempo, ser derrotado por él y Delia vuelve: “Despertarse con la piel helada en el campo, aferrarse a la ropa que le quedaba, sentir aún el dolor que le partía el cuerpo entre las piernas, tratar de caminar…”
La de él “era la única cara que recordaba de ese día. La de ese hombre. No la de los soldados que habían hecho cola y que la habían violado, riéndose e insultándola. No la de los que la habían amarrado a esa tarima….” Arturo aparecía como el ejecutor con rostro en medio de una fila de sombras que ella jamás lograría identificar.
Pero el punto de vista de la víctima, que demoniza a Arturo, hila con el del protagonista, que vuelto desde el infierno de la violencia, aspira a construirse una vida común, cuyo eje es el olvido. “En ese momento, apenas vuelto de Ayacucho, viudo y sin hijos, Arturo tenía cuarenta años y no sabía qué hacer. No se imaginaba en el Ejército otra vez. No tenía ninguna habilidad para trabajar en una oficina…lo mejor sería conseguirse un auto y hacer taxi. Quizás de ese modo podría encontrar al chofer que había matado a su mujer y a su hija, aún sin conocerlo…Vendió la casa para evitar los recuerdos y con parte del dinero se compró un Toyota…”
Arturo había sufrido una dolorosa pérdida, la peor de todas, y la creía una expiación por sus pecados. Nunca pudo extraer esa culpa y su consecuencia del tramado de su mente, siempre turbada por la desolación y la culpa. Creyó que con su propia tragedia solo pagaba el mal que hizo en las alturas.
Los dramas humanos suelen ser íntimos e insobornables, la psiquis es una compleja maquinaria que ni los propios personajes logran conocer a cabalidad, son sus laberintos y sus infiernos personales. Arturo necesitaba cerrar el círculo logrando el perdón y resarciendo el daño. Descubrir a Delia era una señal de la providencia para conseguirlo. Por su parte, Delia necesitaba un escondite que la pusiera a salvo de sus propios demonios.
El final es sorprendente y revelador.
Cueto nos demuestra la plenitud de su escritura en una obra que nos aproxima nuevamente a un tiempo de tinieblas que los peruanos pretendemos olvidar o, acaso, ignorar como si nunca hubiera ocurrido, sin reparar que estamos aún marcados imperceptiblemente por él. No es que el autor nos vuelva a través de una exploración perversa al horror de la violencia política. Lo suyo no es ser deliberadamente frontal con los hechos sino sumergirnos en el mundo interior de quienes la protagonizaron, humanos al fin.
La obra es amena e intensa, cargada de suspenso y, a la vez, profunda en el calado de la psiquis de los personajes. Más que recomendable, es una novela imprescindible y catártica, intensa y, desde luego, siempre actual.