La crueldad se puede ver en 140 caracteres. Es así. “Ayer Brasil se comió siete, hoy los argentinos, por lo menos, cinco...”, era el comentario de moda en las redes sociales. Por lo menos en Lima, eran pocos los que apostaban por un triunfo albiceleste. Holanda es un equipo formado por máquinas incansables, casi robots. Imposible ganarles.
Cuando ocurre algo así en el fútbol, cuando en el once versus once la diferencia es brutal, debe aparecer el amor, el corazón, o como dicen en el fútbol: el fuego sagrado.
Hoy fuimos testigos de una lección táctica magistral. Ni de cerca el partido más entretenido, pero bien pensadas estrategias las que propusieron ambos técnicos. Ni Sabella ni Van Gaal iban a buscarlo a la loca, menos después del 7-1 de Brasil. Y 120 minutos, una vez más aparece Argentina para callar al mundo. Esta vez no fue el diez, esta vez fueron once. Veinticuatro años de Italia 90, la soñada final. ¿Cuál fue la clave?
Argentina no fue Messi -de hecho, el más desaparecido de los argentinos-; hoy fueron todos. No pudimos ser espectadores de alguna genialidad de La Pulga porque Van Gaal supo detenerlo con un De Jong atento a cada jugada, y luego con Clasie. Pero además, básicamente, porque Holanda levanta paredes blindadas cerca a su defensa.
Pero eso no fue impedimento, Argentina fue más agresivo –Holanda no tiró una en casi 90 minutos, hasta el remate de Robben- y se paró en la cancha seguro, más dueño de la cancha y más local. Desde atrás con Garay y Demichelis que estuvieron precisos en cada dividida; o Biglia y Zabaleta demostrando que ningún golpe podía más que sus ganas por llegar a la final. Otra más: Pérez y Lavezzi cambiaron de lado, hicieron todo el recorrido y regresaron para ponerle freno al ataque holandés.
Y si hoy tengo que hacer mención especial de alguien, que me perdone el (gigante) Chiquito Romero que estuvo increíble, pero lo de Mascherano fue extraordinario. Diez puntos. Un todocampista ejemplar, un líder decisivo. Con la misma fiereza con la que fue a cerrar a Robben en los descuentos, fue a guapear al arquero de su selección. En cancha brasileña, parecía paseándose por el Monumental de River. Un crack. Y mejor ya no sigo.
Palmas para Sabella que entendió –quizá en marcha- que este Mundial se gana en equipo. Que las individualidades son importantes y necesarias, pero que si el chiquitín no aparece, siempre debe existir un plan B. Que partido a partido supo calibrar a su defensa. Que encontró en Pérez un excelente reemplazo para Angel Di María, que nunca se desordenó, que sentó a Fernández para meter a Demichelis y que nunca escuchó a todos esos detractores que no creían en una final con Argentina presente. Ya está, finalistas. Ya está, como en el 90, como en el 86. Ya está, como lo hizo Maradona, como lo hace Messi, como lo pidieron los 30 mil argentinos en el Arena Corinthians. Imposible ganarle a un equipo en el que no juegan once, sino millones.