En todo el mundo, el trabajo es la principal fuente de ingresos de los hogares. En el Perú, con limitado acceso al capital y mercados financieros poco desarrollados, el trabajo es aún más importante. Los ingresos laborales cubren tres cuartas partes de los presupuestos de los hogares peruanos. Por eso, no hay mejor política de bienestar que fomentar un mejor mercado de trabajo.
El que tenemos requiere ajustes. Pero nos cuesta mejorar el funcionamiento de nuestro mercado de trabajo porque estamos encasillados en algunos dogmas acerca de lo que es bueno y lo que no. La lista de dogmas puede ser larga, pero aquí resalto tres.
Primer dogma: “Somos un país de emprendedores”. Se nos ha repetido muchas veces que la inventiva del peruano es especial y que por eso vale la pena apostar por ser un país de emprendedores. Este mensaje, sin embargo, no tiene evidencia sistemática, objetiva y verificable que la sustente. Hoy casi cuatro de cada diez trabajadores en el país son autoempleados. Nuestra tasa de autoempleo es mucho más alta que la de países con similares niveles de ingreso y desarrollo.
No solamente tenemos un exceso de autoempleados, también la gran mayoría de ese empleo es precario: bajos ingresos y desprotección. Antes de la pandemia, tres de cada cuatro autoempleados conseguían llevar a casa ingresos laborales por debajo de una remuneración mínima vital. Son muy pocos los autoempleados que cotizan a Essalud y ahorran en el sistema previsional.
Los países necesitan emprendedores, claro que sí, pero en una dosis adecuada. Lo que tenemos es excesivo y, lamentablemente, de baja calidad. Salir de este dogma requiere generar más empleo formal en las empresas medianas y grandes, donde hay mayor productividad. Aquí una responsabilidad para el sector privado. Deben convertirse en atractivos para un conjunto amplio de trabajadores que hoy no los ven como opción y prefieren el autoempleo.
“Los ingresos laborales cubren tres cuartas partes de los presupuestos de los hogares peruanos. Por eso, no hay mejor política de bienestar que fomentar un mejor mercado de trabajo”.
Segundo dogma: “Los costos de la formalidad son elevados”. En un exceso de simplificación se nos ha dicho también que el problema de la informalidad es uno de costos y beneficios. Esto lleva a argumentar inmediatamente por una reducción de los costos no salariales.
Nuevamente, este dogma se ha afirmado de espaldas a la evidencia. Los costos de la formalidad en nuestro país están ligeramente por debajo del promedio latinoamericano y largamente por debajo del promedio de la OCDE. Además, las experiencias recientes de reducción de costos de la formalidad han tenido impactos modestos.
Esto también ignora que, aunque se llevaran los costos cerca de cero, hay unos problemas de complejidad de las normas y desconfianza frente a las autoridades que hacen poco viable la formalidad. En nuestro país, además, existen regímenes de contratación formal con costos muy reducidos que vienen siendo muy poco utilizados.
Tercer dogma: “Lo fundamental es la protección laboral”. Todos quisiéramos que los empleos de las personas estén muy bien protegidos y que nadie tuviera que perder su empleo. Este ideal, lamentablemente, está en contradicción con un funcionamiento dinámico de los mercados y las olas de innovación que estamos viviendo.
Este sueño, además, es realidad para una fracción ínfima de la fuerza de trabajo. Recordemos que solo 30% de los empleos del país son formales y la mayoría de ellos son contratos de breve plazo (un año o menos), sin la anhelada protección. Más aún, los pocos trabajadores que gozan de protección laboral se encuentran mayoritariamente en el quintil más alto de la distribución de ingresos del país. La bandera de la protección laboral como lucha de clase tiene una profunda contradicción.
Una pista para salir de este dogma es reconocer que, efectivamente, hay algo muy importante que proteger: las personas. Hacer ello, en lugar de preservar los empleos, requiere construir una buena red de protección social que permita sobrellevar los episodios de pérdida de empleo de la mejor manera posible.
Pero hay que ir más allá. Es momento de comenzar a reconocer que nos vendría bien contar con una efectiva protección social para todos, no solamente para los trabajadores activos. Desatando el nudo de este tercer dogma podríamos resolver gran parte del problema del funcionamiento de nuestro mercado de trabajo y nuestra sociedad.
Panorama laboral peruano
49,8%
decreció la población económicamente activa (PEA) en Lima durante el segundo trimestre del 2020 (vs. el mismo período del 2019 ). La PEA ocupada disminuyó 55%, la desocupada aumentó 29,6%.
75%
de los presupuestos familiares, en los hogares de ingresos medios, se cubren con ingresos laborales (el resto proviene de rentas y transferencias). En los hogares pobres, los ingresos laborales cubren 50% de los presupuestos familiares.
50%
de los hombres y casi 90% de las mujeres que trabajan en el autoempleo llevan a casa menos de una remuneración mínima vital en un mes trabajado. Del total de la fuerza laboral peruana, cuatro de cada diez trabajadores son independientes.
72,4%
es la tasa de empleo informal en el Perú al 2018, según el INEI. Esta cifra es menor en el área urbana ( 65,7%) que en la rural ( 95,6%). El departamento con la mayor tasa de informalidad es Huancavelica ( 91,4%) y el de menor tasa es Lima ( 58,6%).
(*) Hugo Ñopo es Investigador principal del Grupo de Análisis para el Desarrollo (Grade)