Dario Valdizán

No hay razón para creer que los burócratas y los políticos, sin importar cuán bien intencionados estén, son mejores en resolver problemas que las personas en el lugar, que tienen el mayor incentivo para obtener la solución correcta (Elinor Ostrom).

El párrafo pertenece a la economista Elinor Ostrom (premio nobel 2009), quien dedicó una parte de su vida al estudio de lo que llamo Tragedia de los Bienes Comunes y que se refiere a una situación en la que los individuos con acceso a un recurso público, el bien común, actúan en su propio interés y, al hacerlo, finalmente el recurso se agota. Olson argumentaba que no había mejor guardián que un acuerdo social entre aquellos afectados directamente por el recurso. Por ejemplo, personas que viven alrededor de un lago y que depende de éste para subsistir. Pero ¿qué sucede cuando ese recurso es el planeta que todos habitamos?

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La elección del 2016 de Donald Trump trajo consigo un conflicto comercial entre China y Estados Unidos. La plataforma que llevó a Trump a la presidencia fue una campaña aislacionista y de fuerza contra China. Y es que el robusto crecimiento que experimentó la economía de ese país asiático desde inicios de la década del 2000 coincidió con el colapso de la participación laboral industrial en los Estados Unidos. Esto se debió a la entrada de China a la Organización Mundial del Comercio en diciembre de 2001, seguido de la determinación por parte de Estados Unidos de facilitar las relaciones comerciales entre ambos de manera permanente.

La subsecuente derrota de Trump en la elección del 2020 a manos de demócrata Joe Biden no cambió la política norteamericana hacia ese país. Por el contrario, la línea dura hacia el gigante asiático se ha visto en iniciativas legislativa como la aprobación del CHIPS ACT, en agosto de 2022, y otras políticas que buscan reactivar la industrialización del país norteamericano, en nombre de la seguridad nacional, y restringir el acceso de China a tecnologías avanzadas, incluyendo inteligencia artificial. El 4 de julio de este año, el periódico Wall Street Journal informó que el gobierno de EE.UU. estaba preparando medidas para restringir el uso del servicio de computación en nube a través de empresas norteamericanas a China, debido que por medio de este servicio el gobierno chino conseguía eludir las restricciones impuestas. En esa misma fecha, el gobierno chino anunció la implementación de controles a la exportación a galio y germanio, dos metales utilizados en la producción de semiconductores de última generación (China representa alrededor del 80% de la producción mundial de ambos metales).

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Esas restricciones podrían tener un profundo impacto dado que afectan a la cadena mundial de suministro para la fabricación de chips. Además, ambos metales son necesario en un amplio abanico de productos en varias industrias como: defensa, satélites militares, vehículos eléctricos y una serie de productos de telecomunicaciones. El impacto geográfico es amplio, ya que países como Corea del Sur y Taiwán, que albergan a Samsung y TSMC, empresas que dominan la fabricación de semiconductores, y empresas japonesas son parte estratégica de la cadena de suministros de chips que se ve directamente afectado. Europa tampoco es ajena al impacto dada su alta dependencia de suministros chinos y la transición energética que busca acelerar desde el inicio del conflicto de Ucrania, que desnudó su alta dependencia al gas de Rusia.

Pero ¿cómo se relacionan esta llamada guerra de metales con la teoría de Ostrom sobre la tragedia de los bienes comunes? La teoría de los bienes comunes argumenta que para que una ley que busca proteger el bien común tenga mayor cabida y longevidad es necesario un contrato social implícito entre la población que comparte el bien. Esto se complica cuando las conexiones directas son vagas y los recursos son multidimensionales.

Desde el 2015, con la firma del acuerdo de Paris, la mayoría de los gobiernos han buscado reducir el calentamiento global. Miles de empresas han adoptado criterios Ambiente, Social y Gobernanza (ASG o ESG) buscando alinearse con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. Sin embargo, no llegamos a los objetivos y el calentamiento continúa. Para poder revertirlo o reducir su impacto es necesario ver al planeta como un bien común, y con ello, evitar la tragedia a través de políticas de largo aliento que sean predecibles y robustas. Esta guerra de metales tiene el potencial de retrasar, o en el peor de los casos, descarrilar la transición a una matriz energética renovable que depende del desarrollo tecnológico. Nos recuerda como en la búsqueda de satisfacer o resolver las necesidades individuales de corto plazo minimizamos o ignoramos los impactos de largo plazo que afectan a nuestro planeta y dificultan las condiciones en las que otras generaciones podrán crecer. Pone al desnudo que en un mundo global nuestra habilidad de crear un contrato social implícito entre los seres humanos es tenue, por no decir nulo. He ahí la tragedia de los bienes comunes materializándose frente a nosotros de manera casi irreversible.

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