Víctor Manuel Vargas Silva
Subdirector de “El Tiempo” y director de “Portafolio” de Colombia
Dentro del selecto grupo de los economistas que más influencia tienen en el mundo de hoy, el nombre de Joseph Stiglitz se destaca por sí solo. Vinculado a la Universidad de Columbia, en Nueva York, este profesor de 72 años que en el 2001 recibió el Premio Nobel de Economía es una voz crítica con respecto a la globalización o el rol de las entidades multilaterales. Más recientemente ha expresado su oposición al Acuerdo Comercial Transpacífico, más conocido como TPP.
Enero ha venido acompañado por un sentimiento negativo sobre la economía mundial. ¿Cuál es su opinión?
Estoy menos preocupado que otros acerca de una gran crisis global, pero al mismo tiempo soy menos optimista que el Fondo Monetario Internacional, que viene de afirmar que este año será ligeramente mejor que el pasado. Veo una gran cantidad de países en dificultades y a China desacelerándose. Los mercados financieros se concentran en la volatilidad y yo en las incertidumbres.
Las dificultades parecen estar en las naciones menos desarrolladas…
Así es. Los países emergentes están sintiendo el cambio del viento. Tanto China como los precios del petróleo influyen en la nueva realidad.
¿Cómo ve a China?
Se va a desacelerar, sin duda alguna. Además, está haciendo la transición de tener una economía basada en manufacturas y exportaciones a una de servicios, lo cual llevará a que su demanda de bienes primarios disminuya. Por lo tanto, los países que antes le vendían productos básicos tienen que entender que, así China crezca más rápido, su apetito es diferente ahora y que eso no se va a traducir en más compras de mineral de hierro, para dar un ejemplo concreto.
¿Y la caída del petróleo?
La gente se pregunta con razón por qué cuando el petróleo se encontraba en un precio alto eso era malo y ahora que ha bajado también es malo. Desde un punto de vista global, cuando se ponen en la balanza los ganadores y los perdedores, el efecto es el mismo. Pues lo que ganan los consumidores lo pierden los productores. Es un juego de suma cero.
¿No pasa nada, entonces?
Pasa. Los efectos macroeconómicos no suman cero. Lo que hemos comenzado a ver es una respuesta asimétrica, pues los que pierden tienen que recortar inversiones o gastos, mientras que los que ganan no creen que la variación sea permanente y se contienen. Debido a ello, el efecto neto es negativo sobre la demanda global. Y como ese es el elemento que mueve a la economía mundial, por eso no veo las cosas mejorando.
¿Cómo se rompe ese círculo vicioso?
Desde el punto de vista económico, es muy fácil. Desde el político, es imposible. Europa y Estados Unidos tienen muchas necesidades por atender: infraestructura, adaptación al cambio climático, tecnología, investigación y desarrollo, entre otras. Con tasas de interés negativas sería muy fácil endeudarse e invertir en áreas que darían una muy buena rentabilidad. Un impulso a la demanda acabaría con eso que yo llamo el gran malestar.
¿Por qué la política es un obstáculo para la economía?
Un caso claro es el de Estados Unidos. El Partido Republicano controla el Congreso y se encuentra ideológicamente comprometido con un gobierno que es pequeño, por lo cual bloquea cualquier iniciativa orientada a más gasto público. Europa tiene dos problemas: la experiencia del euro no ha sido buena, pero es muy difícil salirse de la moneda común; al mismo tiempo los gobiernos de los países localizados al norte tampoco creen en impulsar la economía con más gasto.
¿Pero esa discusión sobre el tamaño del Estado no es un poco antigua?
Es cierto, pero el tema central es cómo se rompe el círculo vicioso en este punto. Y cuando veo las cosas a ambos lados del Atlántico encuentro que hay una postura política inamovible que hace imposible adoptar soluciones racionales en favor de la economía.
El entusiasmo con las economías emergentes, aparte de China, es mucho menor ahora. ¿Cuál es su análisis?
En el largo plazo, la convergencia entre países ricos y pobres va a continuar. Tuvimos, para ponerlo en términos gráficos, un bache de siglo y medio de explotación, colonialismo, acuerdos comerciales injustos, que permitió a las naciones que usaron bien la Revolución Industrial separarse de las demás. Ahora, por cuenta de la sociedad de la información, las cosas son diferentes. Con todo y sus problemas, Brasil ha sido más exitoso que nadie en la producción de etanol o China en la de paneles solares. Así que esa interpretación de que había unos arriba y otros abajo no necesariamente aplicará en el futuro.
¿Qué le dice eso?
Que la brecha se va a cerrar y que el impacto creciente de los emergentes en el producto interno bruto mundial –que ya asciende a más de la mitad– va a seguir. Basta con mirar las matemáticas: si los ricos crecen al 3% anual cuando les va bien y los demás lo hacen al 5%, la conclusión es obvia. Hay una recomposición en marcha.
Pero en el corto plazo las cosas se ven diferentes, sobre todo en América Latina…
Es verdad, aunque no hay que perder la perspectiva. Hasta que China apareció en el escenario, la economía brasileña había sido una de las de mejor evolución a lo largo de casi un siglo. Lamentablemente, llegaron la crisis de la deuda de hace tres décadas y el consenso de Washington, que fue un desastre porque descuidó la política industrial. Pero en este siglo la región pudo recuperar parte del camino perdido.
El pesimismo está de vuelta…
Es verdad, pero no hay discusión en el sentido de que los cambios que han tenido lugar son reales, comenzando por la movilidad social y la educación. La de ahora no es la misma Latinoamérica de 40 años atrás. Esa visión es equivocada.
Aun así, estamos sufriendo por el fin de la bonanza de precios de los productos que exportamos…
El error clave en los últimos 15 años fue no entender que había una burbuja de bienes primarios que no duraría para siempre, lo cual hacía obligatorio diversificar las economías del área y eso no se hizo.
¿Hubo autocomplacencia?
Exactamente. Las cosas iban bien y más de uno creyó que se había aprendido a manejar correctamente la economía. Sin desconocer las mejoras, la verdad es que hubo una época de suerte, pero no se hicieron otras tareas importantes.
¿Y cuál es su visión general sobre la región?
Es muy positiva en el largo plazo. Tiene que ver con la gente, sobre todo. Hay mucha energía, algo que pude constatar en Argentina, donde estuve en diciembre. Puede ser que la sociedad esté polarizada, pero la calidad del debate económico es muy alta, así esté más de acuerdo con unos que con otros.
¿Cree que la Reserva Federal de EE.UU. debería seguir subiendo su tasa de interés?
No. La razón es que la economía estadounidense no ha experimentado una recuperación robusta. Hay un gran desempleo escondido, aunque los números globales no lo muestren. Si uno es afroamericano o de origen latino, el desempleo escondido se ve mucho más. La participación de la fuerza laboral es baja y muestra que no estamos en buena forma. Quisiera señalar, además, que el tema central de la FED no es la tasa de interés.
¿A qué se refiere?
El verdadero problema es el funcionamiento del sistema financiero. Los préstamos a las pequeñas y medianas empresas están todavía por debajo de los niveles del 2008, mientras que el mercado de hipotecas está todavía en manos públicas.
Usted es un gran crítico del Acuerdo Comercial Transpacífico. ¿Por qué?
Soy todavía más crítico ahora, pues después de ver el texto, las cosas se ven aun peores. Unas pocas palabras aquí y allá pueden abrir la puerta a enormes demandas, porque lo que es claro es que muchas cosas no están claras. En lugar de hacer un pacto del siglo XXI que fue lo que nos vendieron, preservaron las malas prácticas de los tratados de antes. Me aparto especialmente del tema de inversiones por todas las implicaciones legales que tiene. Habría que compensar a muchas compañías por no recibir las utilidades que esperaban en un negocio determinado.
¿Algo de eso ya está pasando?
Así es. Un ejemplo absurdo es el de la tabacalera Philip Morris, que demandó a Uruguay porque pasó una norma obligando a que en las cajetillas se dijera que los cigarrillos son malos para la salud. El proceso legal es tan costoso que Uruguay no lo podía pagar y el ex alcalde de Nueva York Michael Bloomberg acabó pagando la defensa de ese país. Aunque en el TPP el tabaco quedó excluido, otros sectores polémicos pueden llevar a algo parecido.
La cita en Davos tiene que ver con la cuarta revolución industrial y los temas de empleo. ¿Cómo analiza el futuro?
Estoy en el grupo de los preocupados. Hay gente que ve todo bien y afirma que aquí va a pasar como cuando nos movimos de las carretas a los automóviles, que aparecieron nuevas fuentes de trabajo. Pienso que esa lógica no va a funcionar necesariamente ahora. Y el tema no es solo el empleo, sino la desigualdad. Podríamos llegar a tener sociedades de gente superrica que contrata sirvientes, como si volviéramos al siglo XVII. Eso sería intolerable en una sociedad democrática.
¿Qué hacer?
Conseguir que los beneficios del cambio tecnológico se distribuyan entre todos. Por ejemplo, veo factible que la jornada laboral que era de 70 horas a la semana hace décadas y ahora está por debajo de las 40 horas sea todavía más corta.
¿Hay que bajar la velocidad a esa revolución?
El problema es que nuestra capacidad de adaptación como individuos es muy rápida, pero nuestra capacidad de adaptación a nivel de la sociedad es mucho más lenta. Ese desequilibrio es el problema.
Usted se ha preocupado por el tema de la desigualdad. ¿Qué propone?
Mi libro más reciente habla de reescribir las reglas, porque las que existen desde un tiempo para acá estimulan la desigualdad al promover las inversiones de corto plazo y los sueldos exagerados de ciertos ejecutivos. En general, la remuneración que recibe el capital es mucho más alta que la del trabajo y eso es muy malo. El sistema beneficia la especulación.
¿Cuál es la solución?
Acabar con los impuestos regresivos o los sistemas tributarios que privilegian la especulación. El desafío es que la productividad y los salarios vayan en el mismo sentido, algo que no sucede ahora.