Recordaba la semana pasada, a propósito de los 10 años del proyecto Camisea, a don Jaime Quijandría. Hombre de pocas palabras, pero uno de esos peruanos providenciales que arriesgó su reputación y se sometió a años de juicios, para sacar adelante un proyecto que transformó el perfil energético del país y le dio un extraordinario impulso a nuestra economía. Le debemos muchísimo a su esfuerzo y al de otros que lo acompañaron.
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En el tiempo que llevo haciendo periodismo económico, he conocido tanto a líderes empresariales como a servidores públicos que me han inspirado con su trabajo. A algunos, como a don Jaime, los he visto en ambas facetas, lo que me ha permitido comprobar que cuando una persona es capaz y, sobre todo, honesta, puede descollar desempeñando cualesquiera de aquellas funciones.
Si bien los incentivos son distintos en cada ámbito (y es fundamental entender cómo, para poner los contrapesos y rendición de cuentas necesarios), el entorno no te condena a encarnar ineludiblemente la peor versión de dichos roles. Quien pasa del sector público a gerenciar una empresa no se convierte indefectiblemente en un desalmado explotador solo interesado en el lucro. Del mismo modo, quien deja el sector empresarial para servir en el Estado tampoco deviene automáticamente en un burócrata inepto, incapaz de tomar decisiones con sensatez.
Estas son generalizaciones no solo absurdas sino también peligrosas. En lo personal, me preocupan sobremanera. Veo enquistada en parte del sector empresarial, y en quienes dicen defenderlo, una narrativa que describe –casi a manera de burla– al burócrata como un predestinado a la irrelevancia, un perfecto incapaz que solo sirve para obstaculizar. No debería sorprenderles a quienes repiten esta cantaleta que sea una profecía autocumplida, pues pocos querrán asumir una ocupación –por demás importante– que se denigra públicamente de esta forma.
Tampoco debería sorprenderles que esa narrativa alimente a su equivalente pero en sentido inverso, vale decir, que los burócratas estén a su vez convencidos de que la naturaleza del empresario es ser un desalmado explotador al que solo le interesa el lucro. La segunda es la respuesta previsible a la primera. De ahí que el término más preciso para explicar la relación entre empresarios y servidores públicos no sea desconfianza sino desprecio (asolapado, eso sí, cuando conviene). Pueden disfrutar ridiculizándose entre sí, o dejar atrás los prejuicios, mostrarse genuino respeto y obtener mejores resultados trabajando en conjunto.