En enero, las proyecciones de crecimiento de la economía peruana para el 2022 se ubicaban entre 3,5% y 4%. Diez meses después, se están ajustando a la baja los pronósticos que ahora apuntan a algo más cercano al 2%. Al mismo tiempo, en otras naciones de nuestro entorno, como Colombia y Panamá, la expansión económica sería de entre 6% y 7%, de acuerdo con estimaciones del Banco Mundial. La misma institución prevé que el PBI del Perú crecerá por debajo del promedio de Latinoamérica este año y el próximo tampoco pinta bien. Es una pésima noticia para un país que hasta no hace mucho figuraba entre los de mayor crecimiento de la región y del mundo.
La fuerte desaceleración de nuestra economía no es una sorpresa, la verdad. Desde el inicio del gobierno de Pedro Castillo diversas entidades bancarias, agencias calificadoras de riesgo y analistas vienen haciendo sonar la alarma para el que quiera oírla. El propio ministro de Economía y Finanzas, al asumir el cargo en agosto, advirtió del peligro de que la economía pueda caer en una recesión. Ello podría precipitar a millones de peruanos de regreso a la situación de pobreza.
La incertidumbre política, la ineficiencia en la gestión pública, el debilitamiento de las instituciones, el discurso antiempresarial y los escándalos de corrupción en las más altas esferas del poder político nos están pasando factura. La inversión privada – motor de la actividad económica- está estancada y, para remate, los datos apuntan a que la agresiva alza de las tasas de interés para combatir la inflación comienza a tener un impacto negativo en la producción. El financiamiento es cada vez más escaso y costoso. A eso se suman los conflictos sociales, que provocaron la paralización de las minas Cuajone y Las Bambas, comprometiendo a cerca del 30% de la producción cuprífera del país, en un contexto externo menos propicio para nuestras exportaciones.
Por si fuera poco, los vientos de una recesión global han comenzado a soplar, avivados por la tensión geopolítica entre Rusia y occidente, el deterioro de las condiciones financieras y el enfriamiento de la economía china y de otros socios comerciales del Perú. Esto podría golpear la demanda de materias primas como el cobre, del que depende en gran medida nuestra economía.
Es claro que una de las armas disponibles para darle dinamismo al PBI es la inversión pública. Esto es hoy más cierto que nunca, más aún cuando impulsar la inversión privada se pone cuesta arriba por la falta de confianza que genera el actual gobierno. Sin embargo, un informe del Instituto Peruano de Economía revela que el avance de la inversión pública solo llega al 51% a octubre. Este problema podría incluso ser más grave en el 2023 con el cambio de gobiernos regionales y locales, que suelen tener bajos niveles de ejecución en su primer año de mandato por su inexperiencia ante el impedimento de reelegirse.
Sobra decir que un crecimiento del orden del 2% o 3% del PBI para un país como el Perú es insuficiente para reducir la pobreza y crear empleo. A estas alturas es muy difícil esperar un giro en la dirección correcta por parte de este Gobierno, que además de semiparalizado parece empeñado en frustrar toda iniciativa privada. Pero lo que sí se le debe exigir es que trabaje de cerca con las nuevas autoridades subnacionales, que en menos de dos meses estarán asumiendo el cargo, para reducir el periodo de aprendizaje que atravesarán de modo que puedan identificar e implementar proyectos viables económicamente lo antes posible. Queda por verse si tendrá la voluntad de hacerlo.