En los próximos cinco años está en juego el retorno del país a su triste normalidad histórica. Este proceso empezó en el 2016, cuando las elecciones de ese año produjeron un sabor a fin de era. El fin de la era del país excepcional.
Entre el 2001 y el 2016, el Perú fue excepcional en términos económicos y políticos. Fuimos una suerte de pájaro dodo de la economía y política comparada. Fuimos los campeones del crecimiento económico a pesar de no haber hecho reformas de segunda generación, para aumentar la productividad ni reducir la informalidad.
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Todos los presidentes terminaron sus mandatos a pesar de no haber tenido mayorías parlamentarias y ser uno de los países latinoamericanos con la mayor desconfianza ciudadana hacia los políticos y la mayor insatisfacción con la democracia. A pesar de la corrupción y de un Estado que brinda servicios públicos de pésima calidad, no tuvimos grandes protestas ciudadanas como las de Chile o Brasil. A pesar de su desafección, los votantes no eligieron radicales (Humala se moderó para ganar en el 2011).
Más que milagro, podríamos llamarle la pax peruana: un período de inesperado avance económico con relativa estabilidad política y social.
Pero eso ha sido claramente una excepción en nuestra historia moderna.
Entre 1900 y el 2000, el Perú tuvo nueve golpes de Estado o interrupciones de gobierno. En promedio, un evento cada 11 años. Si comparamos la economía peruana con otra economía igual de dependiente en la exportación de commodities, Australia, vemos que durante la mayor parte del período estuvimos estancados o retrocediendo. Como muestra el gráfico, salvo los primeros 30 años del siglo, el resto de nuestro desempeño económico fue muy volátil, intercalando estancamiento y empobrecimiento en términos relativos versus Australia.
Esto fue la consecuencia del binomio que ahora amenaza con regresarnos a nuestra mediocridad: malas políticas y mala política. Las malas políticas nos tuvieron en ciclos recurrentes de auge y caída impulsados por medidas populistas, cuyo desenlace más dramático fue en la década de los 80.
Muchos países han cedido en algún momento u otro a la tentación populista o a políticas que causan desequilibrios, pero cuando tienen instituciones políticas razonablemente efectivas pueden enmendar rumbo. Israel superó una inflación de tres dígitos con estancamiento en los ochenta para convertirse en un motor de innovación tecnológica.
En la década de los setenta, Australia logró controlar un aumento en la inflación y el desempleo con un pacto social entre empresarios, trabajadores y Gobierno que estabilizó la economía y recuperó el crecimiento. Su institucionalidad política permitió atacar el problema tempranamente, mucho antes de tener que recurrir a terapia de ‘shock’.
En nuestro caso, la mala política impidió que nuestros conflictos fuesen resueltos de manera más constructiva y perpetuó medidas insostenibles.
El caso peruano
Durante la pax peruana, el deterioro del sistema de partidos y del sistema político fue sostenido y gradual. Pero el doble ‘shock’ de Lava Jato y luego la pandemia del COVID-19 exacerbaron este proceso. Como ha notado Martín Tanaka, Lava Jato le dio la estocada final del descrédito a una clase política que nunca gozó de la confianza ciudadana, abriendo el abanico electoral a un elenco nuevo y potencialmente mucho más nocivo.
La pandemia ha creado una mayor demanda por medidas populistas, que este elenco nuevo ha acogido con un énfasis desmedido. Así hemos visto que la irresponsabilidad del Congreso ha sido igualada por las promesas de varios candidatos, en una elección caracterizada por la fragmentación.
En términos económicos, todo esto ha causado que los factores detrás del crecimiento acelerado en las primeras décadas de este siglo ya no nos acompañen: nuestras otrora sólidas finanzas públicas están en riesgo, la inversión privada no tiene perspectivas alentadoras, los proyectos mineros y de infraestructura están frenados. Y la posibilidad de alguna reforma de segunda generación para impulsar productividad y reducir informalidad hoy suena a broma de mal gusto.
Otra vez el círculo vicioso de mala política conduciendo a malas políticas, y viceversa.
En estas elecciones todo parece indicar que en el peor de los casos tendremos una reversión democrática, con un Ejecutivo y Legislativo que competirán en populismo y corrupción, y en el mejor a un Ejecutivo torpe y débil tratando de hacer frente a una andanada legislativa de medidas irresponsables, en un período caracterizado por la inestabilidad. Regresaríamos a nuestra normalidad del siglo XX.
La única forma de evitar esto es cambiando la política. Si algo bueno tiene el escenario electoral al que nos enfrentamos, es que nos tiene que llevar a decidir de una vez por todas que no podemos repetir una situación así. Es hora de una gran alianza por la democracia para recuperar nuestras instituciones políticas y cambiar de rumbo.
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