La concesión del Premio Nobel de Literatura 2015 a la bielorrusa Svetlana Alexiévich ha desatado cierta controversia, sobre todo porque es la primera vez que el galardón ha recaído en una periodista. Si bien algunos de los premiados han compartido este oficio con el literario (Hemingway, Camus o García Márquez), ella es una reportera a secas. Nunca ha escrito ficción, aunque le gusta decir que sus libros son “novelas en voces, que mezclan el reportaje con la historia oral”.
Su método de trabajo supone un proceso de larga maduración. Entrevista a centenares de personas y graba sus testimonios. Luego de transcribirlos, emprende un laborioso montaje con el propósito de estructurar una suerte de concierto vocal, donde se alternan monólogos diversos, sin descripciones del aspecto físico de quienes los pronuncian ni del ambiente que los rodea. La autora solo se apoya en la intensidad de sus dramas individuales. Aparte de la fase de registro de las declaraciones, en la que destaca por su habilidad para granjearse la confianza de sus informantes, lo valioso de su estrategia se encuentra en la selección y edición de los textos, y en el orden que dispone para conseguir determinados efectos. Allí está su creatividad, aun cuando no sea capaz de inventar una historia.
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Hace varios años que los académicos suecos venían considerando la posibilidad de distinguir a un periodista. En algún momento se barajó el nombre del polaco Ryszard Kapuściński, pero este falleció en el 2007, antes que los jurados decidieran dar ese paso, en consonancia con la evolución del periodismo. Ya en el pasado habían sido cuestionados por premiar a historiadores (Mommsen, Churchill) y filósofos (Eucken, Bergson y Russell), pues ello implicaba alejarse de los márgenes de la categoría literaria y contribuía a sembrar confusión. De ahí que la distinción a Svetlana Alexiévich nos lleve a reflexionar sobre un punto crucial: ¿el periodismo también es literatura?
No es fácil responder esta pregunta. En principio, si nos atenemos a la condición sine qua non del oficio de prensa, habrá que admitir que este se ejerce a partir de los hechos, de los sucesos que ocurren en la vida de las personas y las comunidades. La literatura, en cambio, se basa en la ficción; es decir, usa los mecanismos de la imaginación. Su reto estriba en lograr que una invención verbal parezca tan vívida y verdadera como la realidad misma. En otras palabras, hay de por medio un artificio y el escritor debe derrochar ingenio para configurar una ilusión convincente.
El asunto se complica más cuando se habla de no ficción, que es una etiqueta cómoda para meter dentro de un saco todo aquello que sale fuera de la órbita de la novela, el cuento, la poesía y el teatro. En rigor, bajo el rubro de no ficción, se congregan desde una pieza maestra del periodismo como "Hiroshima", de John Hersey, hasta un volumen de autoayuda y un manual de electricidad, pasando por un libro de viajes, una recopilación de discursos políticos, un tratado astronómico o una monografía histórica. No obstante, señalaremos que hay una tendencia errónea que le adjudica el marbete de no ficción a obras narrativas que se valen de técnicas novelísticas para articular una historia sobre hechos reales y verificables, y cuyos personajes son seres de carne y hueso.
Esta modalidad se puso en boga en los años sesenta en Estados Unidos, cuando irrumpió una brillante generación de periodistas que asumían su oficio con una actitud y recursos similares a los que desplegaban los escritores de ficción: Tom Wolfe, Terry Southern, Gay Talese, Joan Didion, Hunter S. Thompson, entre tantos otros. Asimismo, dos narradores que provenían de las canteras literarias hicieron notables aportes al género. Nos referimos a Truman Capote, quien marcó un hito con "A sangre fría" (1965); y Norman Mailer, autor de "Los ejércitos de la noche" (1968) y "La canción del verdugo" (1979), libros que le significaron dos premios Pulitzer. La crítica calificó al movimiento como el Nuevo Periodismo, pero no todos estuvieron conformes con sus postulados.
Ciertamente, las innovaciones colisionaban con algunas reglas del periodismo tradicional, donde el autor no podía tomarse tantas libertades y menos aun adoptar una posición subjetiva. Ahora se transgredían las viejas normas y el periodista incluso se permitía introducirse en el relato de los acontecimientos. Norman Mailer fue más lejos que todos al figurar en "Los ejércitos de la noche" como protagonista y describir sus acciones en tercera persona. Su insólita maniobra no solo enriquecía la historia sino que le imprimía un tono novelístico, aunque los episodios no fueran inventados. Mailer recurrió a licencias propias de la ficción que ningún periodista ortodoxo habría utilizado jamás.
Por su parte, Truman Capote alcanzó un éxito apabullante con "A sangre fría", una crónica novelada sobre el asesinato de una familia de granjeros en Kansas. Sin embargo, sus métodos de investigación despertaron suspicacias entre los veteranos hombres de prensa. Capote se jactaba de contar con una memoria prodigiosa y había prescindido del uso de una grabadora en las múltiples entrevistas que demandaron sus pesquisas. Ello no le impedía reconstruir largas conversaciones en su libro, lo que arrojaba dudas sobre su fidelidad a los hechos, ya que era improbable que pudiera reproducir los parlamentos con tanta exactitud. También se insinuó que redondeaba escenas con elementos de su imaginación, igual que un novelista preocupado por afinar su relato. En buena cuenta, Mailer y él habían gestado un tipo de novela “verídica”, donde abordaban sucesos reales pero no se limitaban a seguirlos férreamente, a tal extremo que podían llegar a recrear situaciones de las que no habían sido testigos directos. Naturalmente, esto sería una herejía para algunos maestros del periodismo. En cualquier caso, se cometen más transgresiones de lo que podría sospecharse. Hasta el mismísimo Kapuściński, de acuerdo con una biografía escrita por un discípulo y amigo suyo, inventaba detalles cuando detectaba huecos en su narración que había que rellenar.
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Suele decirse que la realidad supera en creatividad a la ficción, pero, claro, esta última está supeditada a las dotes del escritor, mientras que la anterior depende de Dios. Pocos recuerdan hoy en día que Hemingway se anticipó a la no ficción al pretender referir una experiencia personal como si fuera una novela, apegándose fielmente a los hechos, con el fin de esclarecer si la realidad era más poderosa que la ficción. El libro es "Las verdes colinas de África" (1935) y narra las aventuras que vivió durante un safari africano. En el prefacio, advirtió: “A diferencia de muchas novelas, ninguno de los personajes e incidentes de este libro son imaginarios. […] El autor ha intentado escribir un libro absolutamente verídico, para comprobar si el aspecto de un país y el curso de los acontecimientos de un mes de actividad, presentados con sinceridad, pueden competir con una obra de imaginación”. El resultado, empero, fue un fracaso. La obra, a pesar de algunas hermosas escenas de caza, resultó demasiado morosa y pesada. Le faltaba esa tensión interna que propulsa las buenas novelas. El experimento naufragó porque Hemingway se abstuvo de transformar la realidad. Restringió su libertad de artista y minó su capacidad de transfigurador. Furioso consigo mismo, se volcó de lleno a la ficción y se sacó el clavo con dos excepcionales cuentos de tema africano: “Las nieves del Kilimanjaro” y “La corta vida feliz de Francis Macomber”.
Bien, ¿en qué quedamos: el periodismo es literatura o no? A veces. Lo es cuando Tolstói pergeña sus "Relatos de Sebastopol" (1855-1856), uno de los primeros reportajes de guerra de la era moderna, sobre su servicio militar en la contienda de Crimea. Lo es cuando John Reed escribe sobre sus andanzas con Pancho Villa y en la revolución de los sóviets. Lo es cuando Manuel Chaves Nogales entrevista a Juan Belmonte y se apodera de la voz del torero para narrar su historia como si fuera una autobiografía. Lo es cuando Michael Herr se interna en las selvas de Vietnam y retrata el infierno bélico en sus vibrantes "Despachos" (1977). Lo es cuando Rodolfo Walsh o Tomás Eloy Martínez ponen al descubierto las trapisondas de la política argentina y hurgan en el misterio del cuerpo de Evita. Lo es cuando se combina con otros géneros para germinar híbridos fascinantes como "Limónov", de Emmanuel Carrère, una obra inclasificable que participa del reportaje, el ensayo histórico, el testimonio, la biografía y la novela.
Volviendo a Svetlana Alexiévich, poco importa si la ficción está ausente en su propuesta. Ella se identifica como una periodista de investigación y cultiva su oficio con la entrega y acuciosidad de un orfebre literario. Solo ha escrito seis libros y son más que suficientes (recomendamos empezar por el primero, "La guerra no tiene rostro de mujer", un mosaico de testimonios que quitan el aliento). A diferencia de Norman Mailer, tiene la delicadeza de no aparecer en sus historias. Prefiere mimetizarse con sus personajes y expresarse a través de ellos. Sus visiones de la guerra permanecen en la memoria de sus lectores como marcas al rojo vivo. Sí, es periodista y no novelista, pero nos perturba con la fuerza de la mejor literatura.
[Guillermo Niño de Guzmán (Lima, 1955) es periodista, ensayista y escritor).]