Cierra los ojos. Imagina. Estás en los Estados Unidos de la gran depresión, a fines de los años veinte del siglo pasado. Un mundo de jazz, licores prohibidos, clubes nocturnos y gánsteres disfraza mal la miseria de un país en quiebra. Eres mujer y pobre. Y negra. Tienes poco más de 12 años. Tu madre lava ropa para mantenerte, y tu padre trabajó en el mismo tren que un día tomaría para no volver. Tu madre, que se llama Tempie, vuelve entonces con Joseph, un antiguo amor, y te dan una hermana. Pero pronto ambas se quedarán solas: Tempie morirá tras un accidente automovilístico y Joseph sufrirá un infarto poco después. Finalmente dejará de tocarte por las noches. Finalmente te dejará en paz. No haces más que perder, aun cuando no tienes nada que perder. Escuchas a Louis Armstrong en la radio. Quieres ser bailarina. A los 17 cantas en público por primera vez y tu garganta pare el talento que te convertirá en leyenda. Descubres que tu voz puede ser caricia y bofetada, grito y susurro; puede envolver, hacer flotar, abstraer, abducir. Puede ser un beso y puede ser un adiós. Sus tres octavas de rango te convertirán, tras años de silencios y llanto, en la Primera Dama del Jazz. Abre los ojos. Ya no lo tienes que imaginar. Eres Ella Fitzgerald. Hace 20 años que eres eterna.
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One of these mornings you’re gonna rise up singing/ And you’ll spread your wings and you’ll take to the sky/ But till that morning, there ain’t nothin’ can harm you/ With daddy and mammy standin’ by (“Una de estas mañanas te vas a levantar cantando/ y luego extenderás tus alas y tomarás el cielo/ Pero hasta esa mañana, nada te va a hacer daño/ con papi y mami cerca de ti”). Aria de Gershwin, canción de cuna e himno, “Summertime” es el nombre de esta melodía que muchos conocimos a través de la extraordinaria angustia vocal de Janis Joplin. Sin embargo, más de una década antes, otra mujer había realizado una interpretación del tema que pasaría a la historia, a dúo con Louis Armstrong, el inmenso Satchmo, su ídolo de infancia y perfecto compinche en tres discos distintos: "Ella and Louis", "Ella and Louis Again" y "Porgy & Bess". Ella compondría el triunvirato de voces femeninas más importantes del jazz, junto a Sarah Vaughan y Billie Holiday, con quienes tendría la oportunidad de colaborar y compartir escenario, como si una sola de sus voces no bastara para incendiar el universo. Billie era la cantante maldita, la voz atormentada por sus demonios personales: mientras que Fitzgerald canalizó el dolor a través de su voz, encumbrándose como artista, a Holiday esas mismas emociones terminaron por derrumbarla, a los 44 años, confundida entre drogas y alcohol. Y si bien Sarah Vaughan tenía un notable talento para el scat —juego de vocalizaciones sin significado que convierte la voz en un instrumento más—, la reina sobreviviente no era ella sino Ella, quien grabaría más de 200 discos, consolidaría una carrera de más de 60 años y obtendría un récord de 13 premios Grammy. Además, fue reconocida con la Medalla Nacional de las Artes y la Presidencial de la Libertad de Estados Unidos. Ella era Ella frente a sus fanáticos, en los escenarios y en el mundo. Pero ¿cómo llegó hasta allí?
Para cuando grabó “Summertime” junto con Armstrong —en 1957, para el álbum "Porgy & Bess"—, ya habían pasado 23 años desde el día en que se paró por primera vez sobre un escenario, adolescente y asustada. Fue durante un concurso de principiantes en el célebre Teatro Apollo de Nueva York. Pensaba presentarse para bailar —pues la danza era lo que más la apasionaba—, pero al ver a las otras bailarinas pensó que se exponía a pasar una vergüenza. Entonces, casi sin querer, Ella salvó al mundo contemporáneo de quedarse sin la herencia de su voz y decidió cantar. Resulta que le salió muy bien. Benny Carter —posterior leyenda del jazz que en ese entonces, a sus 27 años, ya era un músico respetado— estaba esa noche en el Apollo y quedó encantado con su chispa.
De un momento a otro, cambió sus problemas de rebeldía y sus entradas y escapes del reformatorio por los aplausos y la admiración. Se convirtió en cantante de la banda de Chick Webb, una de las más celebradas de la escena neoyorquina de aquel entonces. Cuando Webb, quien llegó a convertirse en su mentor y amigo, muriera de una tuberculosis fulminante en 1939, a los 34 años, Ella se convertiría en cabeza del grupo por algún tiempo, hasta que decidió seguir su propio camino. Su talento interpretativo innato logró que melodías de jazz, blues, calipso, bossa nova, gospel, villancicos y hasta éxitos pop cobraran nueva y original vida a través de su voz durante siete décadas distintas. Ella se convirtió en una institución; y su voz, en una fortaleza infranqueable.
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Blue moon/ You saw me standing alone/ Without a dream in my heart/ Without a love of my own (“Luna triste/ tú me viste sola/ sin un sueño en mi corazón/ sin un amor en mí”). Al escuchar este tema es imposible desligar la voz de Ella de su propio destino. El drama, la soledad y la pobreza invadieron su vida antes, incluso, de que pudiera darse cuenta. Era difícil imaginar que, a la larga, todo ese dolor sería el combustible que avivaría la llama que ardía en sus cuerdas vocales. Si bien creció desprotegida en un barrio complicado —Yonkers, en Nueva York— y con la escasa supervisión adulta que podía darle la tía con la que vivieron ella y su hermana, supo defenderse, rodearse de amigos y sobrevivir en esa jungla. Fue la más salvaje de todos solo con empezar a cantar. Y es que su canto era una fuerza de la naturaleza.
A pesar de eso, a inicios de los cuarenta su vida personal no era tan feliz como su carrera. Abrumada por la inseguridad que le provocaban sus problemas de peso, apuró un matrimonio con Benjamin Kornegay, el hombre que más la rondaba por aquel entonces. Al enterarse, poco después, de que el ‘buen’ Ben tenía numerosos problemas con la ley y las drogas, una decepcionada Fitzgerald decidió separarse. Tenía 24 años y pronto sabría que fue lo mejor que pudo pasarle. Lo que vendría sería extraordinario. Su voz se haría inolvidable en temas como “A Tisket a Tasket”, “Sing me a Swing Song (and Let me Dance)”, “Solitude”, “Bewitched”, “Bothered and Bewildered”, “These Foolish Things”, “Every Time We Say Goodbye”, “Lady Be Good”, “How High the Moon”, “With a Song in My Heart” o “Flying Home”. También destacarían sus colaboraciones con músicos de la talla de Count Basie, Duke Ellington, Benny Goodman, Oscar Peterson, Louis Jordan, Stan Getz, Charlie Parker, Coleman Hawkins, Dizzy Gillespie o Quincy Jones. Cuando llegó la televisión, sus numerosas apariciones como invitada en sintonizados shows la fueron convirtiendo en una celebridad a gran escala, capaz de hacer extraordinarios dúos con artistas como Sammy Davis Jr., Frank Sinatra, Tom Jones, Nat King Cole, Dean Martin, Mel Tormé, Joe Pass, Bing Crosby, Karen Carpenter o Ray Charles. Del mismo modo, ya en los años sesenta, demostró su comodidad con los nuevos tiempos al versionar temas de The Beatles, como “A Hard Day’s Night”, “Hey Jude” o “Can’t Buy Me Love”; o de Cream, como “Sunshine of Your Love”. “Ella Fitzgerald. Esa es mi idea de lo que es ser una gran cantante. No hay nadie mejor”, dijo alguna vez el gran Tony Bennett.
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Ella, luego de su primera decepción, volvió a casarse. Esta vez fue Ray Brown, uno de los más importantes e influyentes contrabajistas de jazz de la historia. El matrimonio duraría apenas de 1947 a 1953, pero la amistad entre ellos sería para siempre. Juntos adoptaron a Ray Jr., hoy un respetado músico de jazz.
Entre fines de los años setenta e inicios de los ochenta, la hasta entonces robusta Ella comenzó a tener problemas de salud. Primero fue la vista, después las vías respiratorias, luego el corazón y, por último, llegó la diabetes. Convertida en una mujer frágil y esmirriada, llegó a presentarse en ciudades como Tokio, Madrid o Milán entre 1983 y 1984: su canto se mostraba incólume. En 1987, con ocasión de su cumpleaños 70, la cantante parisina France Gall le dedicó la canción “Ella, Elle l’a” (“Ella, ella lo tiene”): Como una alegría/ como una sonrisa/ algo en la voz/ que parece que nos dice “vengan”/ que nos ha hecho sentir bien. Es como toda la historia/ de la gente negra/ que se balancea/ entre el amor y la desesperación/ algo baila en ti/ si tú lo tienes, tú lo tienes/ Ella, ella lo tiene.
Una de sus últimas apariciones públicas fue con ocasión de un homenaje a Sammy Davis Jr., en noviembre de 1989, poco antes del fallecimiento del cantante, que ya estaba muy enfermo. Luego de ser escoltada hasta el escenario por Michael Jackson y Eddie Murphy, Ella cautivó como en sus mejores años. Igual sucedió en el 50 cumpleaños de Muhammad Ali, en 1992. Pero su diabetes fue inclemente: en 1993 fue necesario amputarle ambas piernas por problemas de circulación. Desde entonces, vivió casi recluida en su mansión de Beverly Hills hasta su muerte, el 15 de junio de 1996. “No quiero decir algo incorrecto, como hago generalmente. Creo que lo hago mejor cuando canto”, dijo alguna vez de sí misma, con aire tímido, esta cantante irrepetible que en abril del 2017 cumpliría 100 años.
Hace unos meses, en una entrevista que le hice para la sección “Posdata” de este Diario, el compositor brasilero Ivan Lins —de quien la cantante interpretó su clásico “Madalena”— confesaba: “Empecé a apreciar más mi propia música al verme grabado por gente como Ella Fitzgerald […] Pienso siempre en los grandes cantantes del mundo. Imagino muchas veces que no murieron, que están vivos en estas canciones. Por ejemplo, dos meses atrás, terminé una canción que escribí para Ella. Aunque no la pudiera cantar ahora, la escribí pensando en que solo ella podría cantarla”.
Y es que su voz, como la materia, no desaparece, solo se transforma.
Óigala, disfrútela. Cante con Ella.