Tiempos difíciles los que enfrentamos hoy. La debacle ecológica que se avista en nuestro horizonte es ya una realidad. Y, de hecho, el factor humano ha sido determinante en el desencadenamiento de un proceso de destrucción de la naturaleza que parece ser irreversible. El cambio climático provocado por el calentamiento global —y este, por la emisión de gases de efecto invernadero— tiene como causa principal la actividad del hombre.
El último informe del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU ha sido considerado una suerte de “último llamado” para salvar la Tierra de una inminente catástrofe. En el documento —dirigido a aquellos que toman las decisiones en el mundo—, se plantea hacer los mayores esfuerzos para limitar el calentamiento global a 1.5° C este siglo. De lo contrario, pondremos en peligro toda forma de vida en el planeta.
Si las emisiones mundiales continúan en el ritmo actual, fácilmente el mundo llegará a los 2° C o más de aumento de temperatura a fin de siglo. Esto afectaría la gran diversidad de nuestra agricultura, y la pesca de anchoveta y otras especies en el mar peruano. Los daños no solo serán ecológicos, sino, sobre todo, económicos.
¿Qué hacer ante esto? Responder esta crucial interrogante es imperativo. Una salida podría ser la propuesta del pensamiento andino de recuperar principios filosóficos que dan sustento a una ontología a través de la noción de pacha —fuente de toda existencia— y, también, a una axiología que tiene como centro organizador la noción de allin kawsay o ‘el buen vivir’, que promueve una convivencia armónica entre hombre y naturaleza, en otras palabras, el rechazo de acciones que impliquen impactos medioambientales o manipulaciones de naturaleza bióticas o abióticas. Se trata de un planteamiento en cuyo marco nos proponemos mostrar que es el hombre moderno el causante de la crisis ambiental y social en que se debate actualmente el mundo.
Alternativas
El pensamiento andino, ajeno al afán dominador sobre la naturaleza, propicia una convivencia armoniosa con ella y, sobre esta base, el hombre del Ande establece un vínculo de reciprocidad con su entorno, en que él no se postula como un ser superior, sino como parte integrante de este.
Es claro que volver la mirada hacia nuestro pasado milenario en busca de respuestas para enfrentar una crisis ecológica global revela su potencial fecundidad, si de lo que se trata es de lograr el saludable desarrollo de actitudes que servirían para enfrentar el ansia de dominio y el afán depredador que tiene sus remotos orígenes en una de las corrientes más fuertes del pensamiento moderno, aquella caracterizada por la fe en el progreso y el ensalzamiento dogmático del conocimiento científico, y que se proyecta con nitidez desde los tiempos de Francis Bacon, René Descartes y Galileo Galilei.
Frente a este desasosegante estado de cosas, sin embargo, es el mismo hombre moderno el que, ejerciendo una capacidad crítica, ha reparado en que el medio ambiente y la misma dinámica existencial y espiritual están en juego. Sí, han sido los propios filósofos y científicos modernos los que han denunciado y advertido a la humanidad acerca de la debacle que se aproxima, promoviendo, por ejemplo, la búsqueda de alternativas tecnológicas que reduzcan las emisiones de gases de efecto invernadero.
Están allí pensadores como Max Horkheimer, Martin Heidegger y Max Weber. E incluso un físico como Ernesto Sábato, en sus penetrantes ensayos, dio la voz de alerta sobre la bancarrota material y existencial a la que el mundo se exponía cada vez con mayor persistencia. Pensemos, incluso, en Friedrich Nietzsche, que, adelantándose casi un siglo, previó —diríase proféticamente— el desbarajuste que ahora estamos viviendo. El mismo pensamiento posmoderno, tal como lo plantea Gianni Vattimo, por ejemplo, pugna por hallar una salida a la encrucijada en la que se encuentra el hombre actual.
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