“Donde se queman libros, se acaba quemando personas”, escribe el alemán Heinrich Heine en su tragedia Almansor (1821). La distópica Fahrenheit 451 (1953) comparte esta premisa. La obra magna de Ray Bradbury, cuyo título alude a la temperatura en la que el papel se inflama y arde, retrata una sociedad futura donde los textos son reducidos a cenizas por los lanzallamas de escuadrones de casco y uniforme negros.
En medio de este paisaje infernal, la novela persigue la conciencia del oficial Guy Montag, quien en un inicio encuentra un placer especial en la tarea. “Con la boca de latón en sus puños, con aquella gigantesca pitón escupiendo su queroseno venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director orquestando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los jirones y las ruinas tiznadas de la historia”, se dice. En su eventual comprensión del poder transformativo de un libro —esa arma cargada— y su adherencia a las filas rebeldes, Montag descubrirá que la lectura es “el único medio para que la persona corriente vea el 99 por ciento del mundo”.
Fahrenheit 451 ha tenido múltiples adaptaciones en diferentes formatos, desde la película de François Truffaut hasta una producción radial de la BBC y un juego interactivo diseñado junto al autor. La nueva versión de HBO, firmada por el cineasta de origen iraní Ramin Bahrani y protagonizada por Michael Shannon, tendrá su estreno en el Festival de Cannes antes de llegar a la televisión este 19 de mayo. Shannon ha confirmado que se trata de una película “agresiva y oscura”, y Bahrani ha advertido en una reciente entrevista que esta difiere en ciertos aspectos de la fuente original, aunque se halla muy próxima a su esencia.
En la nueva película está la precisión con la cual Bradbury profetiza las amenazas de la censura y el totalitarismo, los mecanismos de represión empleados por las esferas del poder para asegurar su prevalencia, además del conformismo con que las masas aceptan el atropello. Síntomas de la erosión de la cultura.
—La hoguera de las vanidades—
Aparecida en los años más paranoicos del macartismo, cuando la cacería de brujas en Hollywood buscaba frenar la propagación del comunismo en territorio norteamericano, Fahrenheit 451 tuvo una larga gestación. Sus orígenes pueden rastrearse a través de cuentos en los que aparece la figura del represor pirómano. “Bright Phoenix” y “The Firemen”, por citar dos ejemplos, pertenecen al mismo universo.
Lector voraz desde la infancia, Bradbury comprendió pronto la vulnerabilidad de los libros y lo que representa la pérdida irreparable del conocimiento. Para el autor, el incendio de la biblioteca de Alejandría, con el cual desaparecerían tres cuartas partes de las evidencias culturales de la Antigua Grecia; la quema de manuscritos y los intelectuales enterrados vivos en 213 a. C. por orden del emperador chino Qin Shi Huang (gestor de la Muralla China y la gran tumba de los guerreros de terracota), o el auto de fe con el cual los párrocos españoles condenarían al ardor los códices mayas y aztecas eran verdaderos relatos de horror.
La destrucción por fuego en nombre de la higiene moral siempre es una de las grandes tragedias que recorren la historia de la humanidad. Es aquel ánimo purgativo el que desencadena la hoguera de las vanidades incitada por el fraile dominico Girolamo Savonarola en la plaza principal de la Florencia renacentista. La quema de miles de objetos vistos como invitaciones al pecado se convertiría en un rito de carnaval.
A la gran pira se arrojaban espejos, cosméticos, esculturas y tapicería invaluables, como también manuscritos únicos sobre magia y alquimia, u obras de Dante y Ovidio, además del Decamerón de Boccaccio y el Sidereus Nuncius, en el que Galileo postula el heliocentrismo. Se cuenta que hasta Sandro Botticelli, ferviente seguidor del párroco, quemó sus propias obras y abandonó la pintura, hecho que lo llevó a la miseria absoluta. En un inicio protegido de Lorenzo de Medici, el desquiciado Savonarola acabaría sus días condenado por las autoridades papales a la cruz y la hoguera tras intentar apropiarse de la ciudad y ser declarado enemigo del Renacimiento italiano.
Las lecciones de la Historia nutrieron a Bradbury en la escritura de Fahrenheit 451. El novelista tenía 13 años cuando supo de la gran quema de libros propiciada por el régimen nazi: una ceremonia simbólica orquestada por el ministro de propaganda, Joseph Goebbels, con la complicidad de la Unión Estudiantil de Alemania, para librar el espíritu germano de sus impurezas. 25 mil volúmenes de títulos prohibidos ardieron en mayo de 1933, con las multitudes bailando y cantando alrededor de las llamas. El fuego consumía las obras decadentes a consideración del Tercer Reich, enemigas de los valores del volk y la raza aria. “El fénix de un nuevo espíritu se alzará triunfante”, pronunciaba Goebbels. “¡No a la decadencia y la corrupción moral! ¡Sí a la decencia en la familia y el Estado!”.
La purga libresca de los nazis sería el indicio más evidente de la oscuridad que envolvería al continente en los años posteriores. La oposición y la intelectualidad judía pasaron a la clandestinidad desde entonces, para luego terminar viviendo hacinados en campos de concentración o ejecutados. Otros serían conducidos a la desesperación y el suicidio. Ocurrió con Walter Benjamin, quien prefirió la ingesta de una dosis letal de morfina antes de caer en manos de la Gestapo. O Stefan Zweig y su esposa Lotte, cuya consternación por el futuro de Europa devino en muerte por mano propia. “Creo que es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal, el bien más preciado sobre la Tierra”, escribió Zweig en la nota de despedida.
—Tierra del fuego—
Este fenómeno se expandiría hasta Sudamérica. El 23 de setiembre de 1973, menos de dos semanas después del golpe de Pinochet en Chile, se ordenó el allanamiento de las torres de San Borja en Santiago. Un episodio calificado como un apagón cultural, que la pintora Voluspa Jarpa definió en una entrevista con El Mostrador como el intento “de humillar públicamente a los vencidos al quitarles el derecho a la lectura y la reflexión […] transformar el pensamiento cultural y crítico en un elemento que pasa a ser prohibido y riesgoso”.
El terror cubrió la ciudad nuevamente cuando los militares saquearon las viviendas para la requisa de libros prohibidos. Asolaron bibliotecas enteras en busca de literatura comunista, y hasta se cuenta que perseguían libros sobre el cubismo por un supuesto vínculo con el régimen de Fidel Castro. Se salvarían textos enterrados, con páginas arrancadas, o cuyos títulos fueron escondidos con tempera negra. “La censura no es una ocupación que atraiga a mentes inteligentes y sutiles. Se puede burlar a los censores, y así ha sucedido”, confirma J. M. Coetzee en Contra la censura. Ensayos sobre la pasión por silenciar.
En Quema de libros. Perú 67, Juan Mejía Baca documenta la moderna inquisición perpetrada durante el primer gobierno de Belaunde, cuyos hilos habrían sido movidos por el magistrado y presidente del Tribunal Constitucional, Javier Alva Orlandini. La gran hoguera pública con libros prohibidos fue uno de los capítulos más vulgares de la censura en el Perú.
También está la leyenda urbana en torno a la quema de La ciudad y los perros en el patio del colegio Leoncio Prado. La obra ya venía censurada desde la España franquista, donde los funcionarios de la Sección de Orientación Bibliográfica marcaban sus juicios en rojo sobre las páginas de las galeradas. De acuerdo a los examinadores, la novela se regodeaba con una “hedionda depravación juvenil”. Para La ciudad y los perros, la censura sería la mejor catapulta de su éxito, como ocurriría con el juicio a D. H. Lawrence por su “pornográfica” El amante de Lady Chatterley, o con los Trópicos de Henry Miller, que encontraron un público expectante en el mercado negro.
—El previsor del futuro—
A Bradbury le importaban más las consecuencias de la censura que el acto en sí. Era el camino directo a una sociedad iletrada y pasiva, absorbida por los medios masivos. “La televisión, esa medusa que convierte en piedra a millones de personas todas las noches mirándola fijamente, esa sirena que llama y canta, que promete mucho y en realidad da muy poco”, escribió quien se consideraba a sí mismo un previsor de los futuros plausibles.
La propia Fahrenheit 451 fue objeto de censura al hallársela obscena. Por varios años sería una edición recortada la leída en escuelas, a pedido de maestros, padres de familia y guardianes de las buenas costumbres. Pocas cosas enfurecerían tanto a Bradbury como esta mutilación. Como último gesto de rebeldía, solicitó antes de morir en el 2012 que su lápida fuera reconocida por la siguiente inscripción: “Autor de Fahrenheit 451”.
Aunque la amenaza del fuego es ubicua y atemporal, como se demostró cuando una turba enfurecida incendió la Biblioteca Científica de El Cairo durante la Primavera Árabe, los mecanismos de censura han ido afinándose. El bloqueo de YouTube o Twitter por parte del Gobierno chino confirma los temores de una realidad orwelliana donde la comunicación es suprimida para evitar hasta los crímenes de pensamiento, mientras que las campañas para la prohibición de Lolita y la pintura de Balthus visualizan la delgada línea entre la polémica y un silenciamiento fascista. Ramin Bahrani se ha propuesto plasmar en su película lo más alarmante de Fahrenheit 451: que el futuro de Bradbury ya llegó y el mundo se lo ha buscado.