Krzysztof Kieślowski: poeta del cine en tres colores
Krzysztof Kieślowski: poeta del cine en tres colores
Claudio Cordero

Nacido en Varsovia en 1941, Krzysztof Kieślowski alcanzó la pasión y el éxtasis como director de cine en el último lustro de su vida. Formado en el documental —gran parte de su carrera se la pasó filmando la realidad—, Kieślowski prefirió abocarse únicamente a la ficción por una cuestión de pudor artístico luego de llegar a la conclusión de que las historias íntimas que deseaba contar no podía arrebatárselas a una tercera persona. Sus primeras obsesiones —época que lo identifica con el movimiento polaco de “inquietud moral”— giraron alrededor del azar, las coincidencias inexplicables. Siempre negó ser un cineasta político, refiriéndose a sí mismo como un humanista subyugado por el pesimismo. “No me importa la sociedad. Lo que realmente me preocupa es el individuo”, declaró. Entre setiembre de 1992 y mayo de 1993, Kieślowski llevó su creatividad hasta la extenuación física. Quizá sospechando que nunca más volvería a ponerse detrás de una cámara, puso en práctica todo su conocimiento del medio cinematográfico para confeccionar una serie de películas ostensiblemente hermosas. Cuando la trilogía de los colores finalmente arribó a las salas peruanas, allá en el lejano 1996, su artífice ya había dejado este mundo, el 13 de marzo de ese mismo año. El cineasta lacónico de grandes ojos azules apenas había disfrutado su retiro del mundo del cine, cuando un ataque lo obligó a someterse a una cirugía de corazón abierto a la que no sobrevivió. Kieślowski dedicó sus últimos meses a escribir otra trilogía, esta inspirada en "La divina comedia": "Cielo", "Infierno", "Purgatorio".

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Hizo falta un acontecimiento histórico —la caída de la cortina de hierro, que dividió Europa durante los años de la guerra fría— para que Kieślowski pase de artista local a universal. A decir de su amigo y colega Krzysztof Zanussi, este reconocimiento llegó injustificadamente tarde para un realizador que, desde décadas atrás, había demostrado ser excepcional. Títulos como "El aficionado" (1979), "Sin fin" (1985) y "El azar" (1987) figuran entre las mejores películas del cine polaco. Pero Occidente recién prestó atención a Kieślowski a partir de "El decálogo" (1988), miniserie de diez capítulos para la TV, cada uno de ellos centrado en uno de los diez mandamientos. En realidad, fueron las versiones cinematográficas de los episodios cinco y seis —estrenados en algunos países como "No matarás" y "No amarás" (1988)— los que lo convirtieron en un autor de culto internacional. Entonces llegó la oportunidad de filmar en el extranjero, opción antes desechada por Kieślowski, pero hablamos del mismo hombre que años atrás había proclamado su interés exclusivo por el documental. "La doble vida de Verónica" (1991) inauguró una nueva etapa, en la que contó con dos colaboradores inseparables: el escritor Krzysztof Piesiewicz y el músico Zbigniew Preisner. El éxito de crítica y público de esta cinta hizo posible que Kieślowski emprenda su proyecto más ambicioso: una trilogía inspirada en los colores de la bandera francesa. Era un gesto de agradecimiento hacia la tierra que lo había adoptado y aceptaba financiarlo. Fue gracias a esta obra magna que se posicionó como el más grande director de su época.

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"Tres colores: Azul" (1993) tuvo su presentación oficial en el Festival de Venecia, donde recibió el León de Oro de un jurado presidido por Peter Weir. En este filme, Juliette Binoche encarna con pasmosa sutileza a Julie, única sobreviviente de un accidente en el que perecieron su esposo (un reconocido compositor) y su pequeña hija. Lo que empieza como una tragedia intolerable se va revelando como una serena indagación acerca del dolor. La heroína de "Azul" decide vivir a costa de su ensimismamiento (de allí la obsesión con los planos detalle de varios objetos cotidianos, que sugieren cuán pequeño es el mundo que Julie se ha construido para sí misma), rompiendo hilos con el pasado y negándose cualquier relación afectiva con el presente. Cada color está inspirado en los ideales políticos de la Revolución Francesa: el azul simboliza la libertad. Así, el desvelamiento de un secreto sobre su cónyuge liberará a Julie de un duelo tan extremo que incluso la ha aislado de la música. Kieślowski hace gala de una exquisitez formal que está al servicio de su protagonista y su renacimiento espiritual. Difícil no conmoverse con la “Canción para la unificación de Europa” y sus coros transcritos de la Carta de san Pablo a los Corintios. Versos como “Podría tener una fe como para mover montañas, mas si no tengo amor, no soy nada” hallan su equivalente cinematográfico en esta sinfonía de miradas y reflejos. 
     Luego de "Tres colores: Blanco" (1994) —más bien una comedia negra, construida alrededor de la igualdad, o la falsa pretensión del hombre de ser igual a su prójimo— la trilogía tuvo un cierre espléndido con "Tres colores: Rojo" (1994). En ella ya no estamos en Francia ("Azul") o Polonia ("Blanco") sino en la neutral Suiza. Se trata nuevamente de mostrar, a través de símbolos y alegorías, una revolución del espíritu. Rojo es el color de la fraternidad y nadie abraza mejor este sentimiento que Valentine, la joven modelo interpretada por Irène Jacob, inolvidable actriz de La doble vida de Verónica. La película se apoya más en los diálogos porque trata sobre una amistad inesperada entre dos personajes opuestos: Valentine, la bella del cuento; y un amargado juez retirado, una suerte de bestia que lleva las facciones del venerable Jean-Louis Trintignant. No hay nada pasional en esta relación pero, como toda gran historia de amor, el  verdadero romance es con la vida. Es la película menos abstracta de las tres, quizá la más accesible, pero es tan misteriosa como cualquier otra de su creador, un poeta y metafísico por excelencia.  

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