—Siga a ese carro —le digo.
—Pero adónde es que va.
—Sígalo nomás.
No salen de Miraflores. De hecho han podido ir caminando porque el taxi apenas se ha movido diez cuadras hasta que las deja en el óvalo de Miraflores, y a mí también, y cruzan la avenida Arequipa. No puedo hacer lo mismo porque me doy cuenta de que no me alcanza el dinero para pagar al taxista. Tengo que negociar y dejarle unos cigarros. Por primera vez no las tengo tan cerca y me echo a correr, sorteando los bocinazos que me golpean los oídos, hasta que vuelvo a tenerlas al alcance de mi vista. Pronto ingresan a un edificio en la avenida Pardo. Vuelvo a acelerar el paso pero cuando alcanzo su entrada ya no hay rastro de ellas. Llego al lobby, me piden una identificación en la recepción e ingreso. Frente al ascensor, me percato de que el edificio tiene doce pisos, por lo menos cincuenta oficinas distintas. Por qué piso empezar, me pregunto, en qué oficina podría encontrarlas. Volteo la mirada y observo la pizarra de información. Compruebo que no son cincuenta, como había creído, sino casi el doble, entre ocho y nueve oficinas por piso. Parece que los despachos están segmentados de acuerdo al oficio de los inquilinos porque hay tres pisos en donde solo atienden abogados, y dos llenos de contadores. El resto de la pizarra lleva letras coloridas. Cuatro pisos en total que están copados por agencias de viaje. En una de ellas tienen que estar Julia y Luciana. Pero cómo comenzar, vuelvo a preguntarme aún afuera del ascensor que está a punto de abrir sus puertas, por dónde diablos empezar a moverme. Decido ir hasta el sexto piso, revisar cada una de las oficinas y luego continuar buscando en los pisos inferiores. Y entonces abro las puertas de los despachos y parece que lo hago con gran determinación porque muchos de los empleados se asustan al verme entrar y preguntar por Luciana y Julia y cuando me contestan que no saben de lo que les estoy hablando o que no las han visto, comienzan a ofrecerme pasajes y paquetes turísticos como si tuviera cara de alguien con ganas de ir al Caribe. Por lo demás, es difícil saber si he revisado o no todas las oficinas, porque el trazado de los pisos parece haber sido alterado. Imposible estar seguro de si antes había allí dos apartamentos o una única gran oficina porque las agencias de viajes se multiplican como si fuesen ramas que se reproducen sin ningún orden. Entretanto yo me muevo como un demente. Pienso que de todas maneras ya han comprado los pasajes a Buenos Aires y que en cuestión de días me dejarán para siempre. Soy un grandísimo estúpido por haber permitido que Julia se quedase con el permiso que le firmé. Por qué carajo no pienso mejor las cosas. Sigo caminando rápido, con mayor vehemencia que antes, e incluso cuando entro en alguna agencia parece que no me detuviera porque mis pies se mueven en todo momento, siempre listos para dirigirse a la siguiente oficina.
Ya revisado el sexto piso, voy luego al quinto y después al cuarto y no hay rastro alguno de ellas. Por más que he parado en uno tras otro despacho es imposible tener una imagen clara de toda la perspectiva. Los pisos completos no caben en la mirada y todo parece convertirse en la fotografía de un caótico mercado artesanal, en que en lugar de telas y cerámicos se ofrecen cruceros y destinos all-inclusive. Ante tal cantidad de espacios es posible que Luciana y Julia estén en una de las pocas agencias en las que no he preguntado por ellas. Pero ya no hay manera de saberlo. Qué triste afán el de andar tocando las puertas de las respuestas negativas. Dónde está Julia, me pregunto mientras bajo corriendo por las escaleras a la recepción, dónde carajo se han metido. Antes de salir del edificio pregunto al portero si las ha visto.
—No damos ese tipo de información —es todo lo que me dice y me río en su cara y si tuviera tiempo le metería un golpe directo en la nariz solo para que todo termine de parecerse a una mala película.
En la calle tampoco hay indicio de ellas. Pienso que lo mejor es regresar a mi esquina frente a casa de Patricia y sentarme allí a esperar. De nada me sirve moverme de un lado a otro, si ni siquiera soy capaz de acercarme a Julia para hablarle.
Como me he quedado sin dinero tengo que ponerme a caminar. Cruzo el óvalo de Miraflores casi sin mirar los autos que vienen apresurados de todas las direcciones y de pronto escucho los gritones chirridos de un auto frenando en seco y luego de otro y en seguida de otros más. Cuando levanto la mirada noto que si no me han atropellado ha sido por milagro pues la distancia que separa mis piernas del parachoques es mínima. Luego llegan los insultos, del chofer hacia mí, claro, porque yo solo alzo los ojos y lo observo apenas levantando los hombros. Después, otro chofer comienza a insultarme también, y a continuación optan por insultarse entre ellos y enseguida los de las filas posteriores se unen al coro y los pasajeros de las combis aprovechan para gritar a los cobradores y todos insultan a todos y los bocinazos se imponen y yo vuelvo a verme las piernas y me encuentro vivo y rápidamente aprovecho para salir de ese desmadre.
Sigo mi camino por Ricardo Palma mientras pienso en lo que me he convertido, en lo que estoy haciendo. Julia ya me ha dejado y no hay vuelta atrás. Si la razón por la que he decidido plantarme frente a casa de Patricia es la necesidad de saber si Julia es capaz de seguir con su vida, a estas alturas, en que ya estoy cruzando la Vía Expresa e ingresando a San Antonio para nuevamente compartir terreno con el guardián, se me hace evidente que quien realmente está sufriendo con su partida soy yo, porque si Julia sigue saliendo a correr en los parques por las mañanas, a comprar pepinos y tomates a las tiendas de abarrotes, a caminar con Luciana bien agarradas de la mano, sonriendo, es obvio que hace rato pasó la ola y que ya está más allá de nuestra separación. Y lo vuelvo a comprobar horas después, cuando protegido del frío en la caseta del guardián observo un auto que se detiene frente a casa de Patricia y da dos bocinazos. Dentro del coche hay tres mujeres a las que me cuesta reconocer, y que no paran de reírse incluso cuando bajan del auto a recibir a Julia y a Patricia. Todo es besos y abrazos. Cuando dejan la calle, me termino de convencer de que ha llegado el momento de darlas por perdidas.
De regreso a casa, encuentro las calles llenas de gente comenzando su sábado por la noche. La mayoría de hombres viste camisas negras o de colores oscuros. El pelo les brilla cuando encienden sus autos. Las mujeres llevan pantalones bien pegados a las piernas, un vestido encima y carteras pequeñísimas. Todo parece parte de un catálogo de alguna tienda por departamentos. Todo, menos yo, porque el olor de mi cuerpo, la grasa de mi pelo y de mi cara, y mi ropa sucia claramente desentonan. Si en ese momento alguien no pertenece a esa calle, a esa ciudad, a esa hora, a ese día, a ese país, a esta vida, soy yo.
Al llegar a casa no me importa que sobre el sofá haya libros, discos, ropa y un plato de pasta fría a medio terminar, porque igual me siento, pongo las piernas sobre la mesa y apoyo mi cabeza en el respaldar. No he encendido las luces pero por las ventanas se cuela la luminosidad amarilla de los postes.
SOBRE EL AUTOR
Ezio Neyra (Lima, 1980). Escritor, editor y director de la oficina del Libro y la Lectura en el Ministerio de Cultura. Tiene una maestría y un doctorado en la Universidad de Brown, en Estados Unidos. Es autor de las novelas “Habrá que hacer algo mientras tanto” (2005), “Todas mis muertes” (2006) y “Tsunami” (2012). Sus cuentos fueron incluidos en una serie de revistas peruanas y latinoamericanas. En el 2003 fundó el sello independiente Matalamanga.
SOBRE EL LIBRO
Nombre: Tsunami
Autor: Ezio Neyra
Editorial: Emecé
Páginas: 226
Precio: S/ 39,00