Algún día el yunque, cansado de ser yunque, pasará a ser martillo.
Mijail Bakunin
En Ámsterdam, a orillas del canal del río Amstel, en un sobrio edificio del siglo XVII que sirvió como hogar de retiro a mujeres mayores, se ha instalado el anexo más importante del museo Hermitage de San Petersburgo. El Hermitage Ámsterdam alberga, desde su inauguración en junio del 2009, dos exposiciones permanentes: una sobre las relaciones entre Rusia y los Países Bajos, y otra referente a la trayectoria del Amstelhof, como se le conoce también al histórico edificio. Sin embargo, lo que ahora llama la atención de los visitantes es su exposición temporal, 1917: Romanovs & Revolution. The End of Monarchy, sin duda la más completa sobre el centenario de la Revolución rusa fuera de las fronteras de Rusia.
Para la mirada del historiador, esta propuesta museográfica, más que sorprender, conmueve, pues ofrece el episodio más trágico de la historia rusa poniendo énfasis en la vida privada y pública del zar Nicolás II y su familia. En efecto, todo lo que rodeaba a la familia del zar es el nervio de la muestra. Al margen de la cantidad de pinturas, fotografías y videos de época que el visitante puede contemplar, hay algunos objetos de la vida de los Romanov que asombran, como el escritorio donde trabajaba Nicolás II, sus uniformes de gala, algunas de sus armas y las cartas íntimas a su esposa, Alejandra de Hessen.
La última foto de la familia imperial, tomada poco antes del estallido de la revolución. (Crédito: AFP)
Hay también una colección de vestidos de la zarina, juguetes de sus hijos, así como testimonios gráficos sobre la hemofilia, enfermedad que aquejaba al príncipe heredero, Aleksei, y que agobiaba la vida de la familia imperial. Se aprecian utensilios de uso cotidiano, como parte de la vajilla del Palacio Real de San Petersburgo, hasta una cesta para comida campestre, obsequio de la reina Victoria, abuela de la esposa de Nicolás II.
No podía faltar Lenin en una de las salas, no solo por haber sido el líder de la revolución, sino también como representante de una intelectualidad que florecía en Rusia desde finales del siglo XIX, muy europeizada, al igual que una burguesía industrial, muy cosmopolita. Ese internacionalismo de lujo que se vivía en las ciudades rusas convivía con una masa poco alfabetizada, como dos naciones opuestas dentro de un mismo territorio.
La mayor comprobación que el visitante se lleva luego de apreciar los 250 objetos trasladados desde Rusia al Hermitage holandés es que el destino del zar y de su país estuvieron íntimamente entrelazados. Si a principios del siglo XX el mundo cambiaba vertiginosamente, la monarquía absoluta de Nicolás II seguía, tercamente, dispuesta a mantener lo que ya no era sostenible. La vida del zar y su entorno eran un canto al inmovilismo y, en cruel retrospectiva, cada uno de sus actos aparece como un salto al vacío. En síntesis, el guion perfecto de cómo evadir la realidad y de maquillar el descontento social. Nicolás II fue el responsable de su propia caída, del destino trágico de su familia y del fin de la monarquía zarista.
Fotografía sin fecha del zar Nicolás II, ejecutado el 17 de julio de 1918. (Crédito: AFP)
— El imperio zarista —
A lo largo del siglo XIX, el poder de los Romanov se extendía desde el río Vístula hasta el océano Pacífico, pues incluía la parte ‘asiática’, Siberia, un territorio casi inhabitado; y la zona ‘americana’, Alaska, vendida a Estados Unidos en 1867. La otra parte era Rusia, geográficamente europea, pero que vivía casi al margen de lo que ocurría en Europa. El inmovilismo zarista se nutría en los principios de la autocracia, el credo ortodoxo y la creencia de la superioridad rusa sobre Occidente, la
narodnost. Mientras al otro lado del continente la mayoría de las monarquías habían virado hacia el despotismo ilustrado o el parlamentarismo, el absolutismo parecía incólume en Rusia, reposado en la servidumbre feudal y en una economía agrícola y artesanal.
Algunas reformas asomaron tras la derrota en la guerra de Crimea, que frenaron el expansionismo ruso hacia el Mar Negro y provocaron una crisis económica en el imperio. Desde 1861, el zar Alejandro II intentó, desde arriba, modernizar el país con algunas iniciativas, como la abolición de la servidumbre, la creación de asambleas territoriales, y la reforma judicial y militar. Asesorado por cierta nobleza ‘liberal’, este paquete no satisfizo ni a la burguesía ni al campesinado. Tampoco neutralizó a los revolucionarios, a los populistas ni a la acción terrorista que provocó el asesinato del propio Alejandro II el 1 de marzo de 1881.
Esta dura experiencia explicaría el endurecimiento del absolutismo y del nacionalismo bajo los reinados de Alejandro III (1881-1894) y Nicolás II (1894-1917). Ello no impidió, sin embargo, que llegaran las transformaciones económicas, especialmente la tardía industrialización, alentada por el Estado y el capital extranjero. Los núcleos industriales eran Moscú, San Petersburgo, la Polonia rusa y Ucrania; y los sectores preferidos por los inversores eran el petróleo, el carbón, el hierro, el aceite, los textiles y una extensa red de ferrocarriles, que incluía el mítico Transiberiano, el servicio ferroviario más largo del mundo, inaugurado en 1904, que unía Moscú con la costa rusa del Pacífico, en la localidad de Vladivostok, que significa “poder sobre Oriente”.
La familia real posando unos días antes de ser ejecutados. (Crédito: AFP)
Hacia 1914, año que estalló la Primera Guerra Mundial, Rusia era el país más poblado de Europa, con 174 millones de habitantes, pero el nivel cultural era muy bajo: solo el 40% de los varones y el 13% de las mujeres sabían leer y escribir. Afortunadamente, la enorme riqueza agrícola podía sostener a esa población. Además, las favorables condiciones meteorológicas y la utilización de modernos métodos de cultivo habían permitido aumentar la producción alimentaria. La agricultura representaba el 50% de la renta nacional. Ese mismo año, Rusia era el cuarto productor de acero del mundo (por encima de Francia), y el volumen absoluto de su industria ya era el quinto, a pesar de su reciente desarrollo.
En este mundo mixto, con una agricultura casi feudal y una industria capitalista, la nobleza tenía un papel fundamental, por su ascendiente con el zar y por su poder terrateniente. En 1914 eran un millón de personas, aproximadamente, y sus ingresos dependían de los precios agrícolas en el mercado europeo. Su enorme patrimonio, junto a la riqueza de los industriales, contrastaba con la precaria situación de la masa campesina y obrera. La clase media, de otro lado, era poco numerosa, y con escasas posibilidades de movilidad, por lo que sus hijos ingresaban fácilmente a colaborar con partidos de izquierda. Los obreros, por último, eran un sector numeroso: tres millones de personas. Sus jornadas laborales eran extenuantes y sus salarios muy bajos. Con la subida general de precios, a partir de 1905 su situación se agravó, completando un peligroso cuadro de miseria al interior del proletariado industrial.
— La fuerza de las ideas —
A pesar de la represión zarista, las nuevas ideas surgidas en Europa occidental llegaron a Rusia y se fue articulando un frente opositor al absolutismo. Por un lado, el viejo populismo ruso, defensor de la eslavofilia, exaltaba el alma de los campesinos, con campañas de alfabetización dirigidas por jóvenes, que asumían que el mir (comunidad campesina) podía ser la base de un socialismo agrario.
De este populismo nació un grupo revolucionario que predicaba el terrorismo. Su liderazgo fue desmantelado.
Asimismo, desde 1898 ya existía en Rusia el Partido Socialdemócrata, que también sufrió la persecución zarista. Sus líderes estaban en el exilio, y un joven Lenin se les unió organizando la dirección de Iskra (‘La Chispa’), el periódico del partido. Concebían la socialdemocracia “como un partido revolucionario dirigido contra el absolutismo e indisolublemente ligado al movimiento obrero”. A los liberales, por su lado, les costaba organizarse frente a estas apuestas radicales.
El cisma de los socialdemócratas vino en 1903, durante un congreso realizado en Londres. Para un grupo, no había en Rusia las condiciones para realizar una revolución proletaria por el escaso desarrollo del capitalismo. Por lo tanto, había que aliarse con los liberales para alentar una revolución burguesa y desarrollar el capitalismo, lo que sentaría las bases del tránsito hacia el socialismo. El partido, en suma, debía ser moderado, con libertad para cobijar varias tendencias a su interior.
Lenin se opuso a esta fórmula. Para el futuro líder, el partido debía ser centralizado, manejado por revolucionarios profesionales, único camino para enfrentarse al absolutismo zarista. Además, si bien el capitalismo en Rusia había sido tardío, la revolución era posible con la alianza de obreros y campesinos pobres. Lenin ganó el mayor respaldo y nació el grupo duro, el bolchevique. La postura anterior quedó en minoría y fue conocida como menchevique.
Este panorama ideológico se alteró en 1905 con el estallido de la tensión social, debido al desastre del ejército ruso en Asia ante las tropas japonesas (el “Domingo rojo” de San Petersburgo). Liberales y progresistas pidieron una constitución y el fin de la autocracia. Obreros y campesinos se alzaron pidiendo reivindicaciones, aprovechando que el grueso del ejército estaba luchando frente a Japón. En este contexto, los obreros empezaron a organizarse en soviets, núcleos de representación de distintas fábricas.
Pero ni las concesiones de Nicolás II en reunir una Duma (parlamento), ni las reformas posteriores de Stolypin (liberalización de la propiedad agraria), lograron recuperar el retraso. La radicalización de las masas era evidente: tras la paz con Japón, las tropas rusas solo sirvieron para aplastar cualquier movilización. En 1914, el imperio zarista se encontraba más vulnerable que nunca.
Soviets atacando a la policía del zar en los primeros días de la Revolución de Marzo (Créditos: Wikipedia)
— Cambiar la historia: 1917 —
Suiza era un remanso de paz en medio de una Europa sumida en la guerra. Ahí, en el famoso café Odeón, un exiliado político de 47 años hablaba con jóvenes socialistas. Su nombre era Vladimir Ilich Ulianov, pero todos lo conocían como Lenin. Había estado preso en Siberia y en sus palabras se denotaba cierta tristeza e impotencia: “Nosotros los viejos quizá no conoceremos las luchas decisivas de la revolución inminente”, decía.
Su pesimismo, sin embargo, pronto quedaría atrás ante la aceleración de los acontecimientos, momentos únicos en la historia. En menos de siete semanas, Rusia daba un vuelco dramático: el 27 de febrero estallaba la insurrección y el 2 de marzo el zar firmaba su abdicación. Luego se establecería un gobierno provisional, primero bajo la dirección de un príncipe liberal, Lvov, y luego por Nicolás Kerenski, un socialista-revolucionario, con la oposición de la derecha y los grupos bolcheviques. Además, la decisión de Kerenski de no retirar las tropas rusas del frente de guerra, a pesar del desastre, enfurecía a los radicales.
Soldados rusos marchando en Petrogrado en febrero de 1917. (Crédito: Wikipedia)
Desde Zúrich, Lenin decidió cruzar toda Europa con destino a San Petersburgo. El último tramo lo hizo desde la estación de Helsinki a bordo de un tren sellado, cortesía del Kaiser de Alemania, interesado en que Rusia se retirase de la guerra para concentrar sus fuerzas en un solo frente. A su llegada, el 3 de abril, Lenin estaba ya convencido de que el camino a la revolución estaba predestinado, pues la suma de acontecimientos le había obligado a replantear muchos dogmas. No había dudas, entonces, de que la revolución socialista era la única solución posible. Por lo tanto, nada de pactos o colaboración con el gobierno de Kerenski, que persistía en la guerra europea, arropado por liberales y socialdemócratas. Había que agitar a los soviets hacia una revolución más radical.
En uno de los periodos más abiertos —porque en realidad cualquier cosa podía pasar en Rusia en medio del desgobierno y la incertidumbre—, Lenin pudo articular un partido, unirse con las fuerzas de Trotsky y preparar una revolución. Los agitadores bolcheviques supieron aprovechar las vacilaciones del gobierno provisional y de las tropas rusas. De esta manera, Lenin fue capaz de organizar uno de los levantamientos más planificados de la historia, casi con fecha y hora de concreción. No fue una conspiración, menos un golpe de estado.
La “Revolución de octubre” fue el triunfo de los soviets, que formaron un consejo de comisarios del pueblo presidido por Lenin. Fueron los “diez días que estremecieron al mundo”, según el periodista norteamericano John Reed, testigo presencial de los acontecimientos. Para los bolcheviques era solo un accidente afortunado en el camino de un proyecto mayor, la revolución mundial. En efecto, el horizonte utópico era cada vez más alcanzable, la posibilidad de “volver el mundo al revés”, como lo señala el historiador Richard Pipes en La Revolución rusa (Barcelona: Debate, 2016), obra monumental e imprescindible para comprender a plenitud el proceso histórico.
Voluntarios bolcheviques trabajando en 1917. (Créditos: AFP)
Lo que ocurrió, después de 1917, con la instalación del llamado “socialismo real”, y su ulterior colapso tras la caída del Muro de Berlín, resulta difícil de resumir en pocas líneas, pero a grandes rasgos se puede decir que el gobierno revolucionario fue puesto a prueba rápidamente con la muerte de Lenin, en 1924, y la entronización en el poder a Joseph Stalin. Su principal opositor, León Trotsky, fue enviado al exilio y murió asesinado tiempo después en México.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo quedó dividido en dos bloques —el comunista encabezado por la URSS y el capitalista liderado por Estados Unidos—, y en plena guerra fría, Stalin encarnó el poder absoluto detrás de la ‘cortina de hierro’. Con la muerte del dictador en 1953 —la versión oficial dice que fue a causa de un accidente cerebrovascular, otras fuentes hablan de asesinato—, el poder en el Kremlin se sucedió entre conservadores y radicales hasta llegar a la era de Mijail Gorbachov y lo que el mundo conoció como Perestroika: esos cambios económicos, políticos y sociales que terminaron por desmoronar toda la estructura creada a partir del triunfo bolchevique de 1917. Tanto así que actualmente el gobierno de Vladimir Putin ha decidido no organizar ningún acto oficial por el centenario de la revolución, ni en febrero, ni en abril, ni en octubre.
Karl Marx profetizó la revolución socialista en una sociedad industrial, capitalista, bajo las contradicciones de la burguesía y el proletariado. La Rusia de 1917 no era así. Más bien era el único Estado absolutista que había llegado intacto al siglo XX, como apunta el historiador inglés Perry Anderson, con una economía campesina casi feudal y una industrialización parcial, y de tardía irrupción. También es posible, de otro lado, que Eric Hobsbawm, “el historiador del siglo XX”, tenga razón: que las repercusiones de este terremoto político fueran más profundas y prolongadas que las de la Revolución francesa, pues originó el movimiento revolucionario de mayor alcance de la historia contemporánea: 40 años después, un tercio del planeta era gobernado por regímenes que se inspiraban en los sucesos de octubre de 1917.
Foto de 1920, donde un propagandista da un discurso a los miembros del Ejército Rojo (Crédito: AFP)