Eran las primeras horas del 2 de mayo de 1967. Las temperaturas otoñales —y las represiones policiales de la dictadura de Onganía— empujaban a los bohemios a espacios interiores. Lugares cálidos donde, casi a escondidas, sucedían cosas. Esa madrugada, en el café La Perla del Once, un cubil porteño, dos jóvenes jugaban a componer una canción. “Estoy muy solo y triste en este mundo de mierda”, fue el puntapié que tiró José Alberto Iglesias, el célebre Tanguito, quizá motivado por el grisáceo clima social de la época. La provocativa entrada sería el disparador para el tema que grabaron Los Gatos, días después, en voz de Litto Nebbia, el otro partícipe de ese madrugador —y decisivo— juego de frases.
Lo que vino fue una bola de nieve. El tema se lanzó el 3 de julio en un simple, que significó el debut discográfico del quinteto. La canción, titulada “La balsa”, remitía a un grito liberador, que invitaba a los disidentes a naufragar, como aquellos muchachos de largas cabelleras que cada noche buscaban nuevas trincheras creativas. Curiosamente, aquel manifiesto contestatario terminó validándose en el gusto popular. La creación de Tanguito y Nebbia corrió como reguero de pólvora en las cabinas radiales. 250 mil copias vendidas hablan de un suceso comercial que hizo temblar los paradigmas musicales del país del tango y la milonga.
Suena arriesgado decir que “La balsa” fue la primera canción de rock escrita en Argentina. Hubo proyectos previos (Los Beatniks, Moris) que a modo de ensayo/error o replicando sonidos elvisianos (acá se incluye al primer Sandro y Johnny Tedesco) fueron fermentando la detonación. El hit de Los Gatos facturó los réditos y significó un punto de inflexión en aquella hornada juvenil que deambulaba tocando en bares. De pronto, estaban en primer plano. Para las masas había nacido un fenómeno que se tornaría incontrolable. Las historias oficiales necesitan hitos fundacionales y “La balsa” se instalaría en el imaginario colectivo como la piedra angular del rock argentino. (En el 2002, este tema encabezaría el ranking histórico que armaron la revista Rolling Stone y MTV).
Sin embargo, en esa etapa iniciática el desconcierto por la repentina visibilidad no permitía avizorar el futuro. “Por esos años, se vinculaba esta música a la juventud. Se hablaba de música progresiva y se diferenciaba de la comercial por oposición. No tenía un nombre claro. En los setenta, con la aparición de las primeras revistas especializadas, se empieza a formular el concepto del rock nacional”, refiere Marcelo Fernández Bitar, autor del libro Cincuenta años de rock en Argentina.
Si bien Los Gatos fueron los primeros en conocer la masividad, el fenómeno incluía muchos nombres. De esa comunidad inicial de inquietos adolescentes, surgieron grupos como Manal o Almendra, un combo de Belgrano que dio a luz a Luis Alberto Spinetta. Miguel Abuelo, Vox Dei y Pappo son los otros próceres que aparecían en esas citas. En un corto periodo se sucedieron diversas formaciones. “Fue una época de mucha producción. Dos años parecía una eternidad por la cantidad de hechos. Cinco años después de que se escribieran las primeras canciones apareció Vida, el primer disco de Sui Generis”, anota el periodista Víctor Pintos, como estableciendo un colofón a esa fase inicial.
—Cantos de resistencia—
Fue entrando a los setenta, con los militares rondando la Casa Rosada, que el rock local alcanzó formas más terminadas, con menores deudas al exterior. Replicar en castellano los sonidos de los Beatles o Bob Dylan eran rutas cada vez menos transitadas. En sus composiciones, Charly García y Spinetta construían lenguajes propios, que rompían con el sentido mimético de la influencia anglosajona. Fue en ese tiempo de efervescencia creativa cuando el rock pasó del estilo netamente juvenil a la contracultura. “Hay que considerar la relación de la juventud con los géneros tradicionales. Si bien el folclore de los sesenta constituyó una tendencia importante, la brecha generacional en la Argentina fue abrupta, y el único género que la expresó con claridad fue el rock”, dice el historiador Sergio Pujol, autor del libro Rock y dictadura.
¿Pero cómo (y por qué) sobrevivió el procaz ritmo a un sistema social marcado por las censuras y coacciones? El autoritarismo se reproducía en diversos ámbitos de la vida diaria y había que desarrollar mecanismos de supervivencia. Pese al clima de represión y desapariciones que se extendió en los principales centros urbanos, la interrupción democrática no melló la continuidad del rock en el país. “Durante la dictadura el rock promovió un lugar de encuentro. Hablaba de lo que pasaba a través de metáforas que ni los militares ni censores entendían. Si bien no fue combativo, hizo una resistencia importante y con mucha inteligencia”, anota Fernández Bitar.
Así como hubo letras crípticas o de elástica interpretación (el sello spinetteano), en “Canción de Alicia en el país” (Serú Girán) Charly García roza la frontera de la literalidad. Excusándose en la novela de Lewis Carroll, la letra guarda mensajes ciertamente claros: Se acabó ese juego que te hacía feliz […] Estamos en la tierra de nadie, pero es mía/ Los inocentes son los culpables, dice su señoría.
Serú Girán interpretando el tema en televisión nacional, en 1982, cerca del fin de la dictadura.
Si bien la tendencia no fue la explicitud, el discurso rockero no fue ajeno a denunciar el malestar de la época. No podía serlo. “En aquella época la música fue una forma de seguir viviendo un sueño en medio de la pesadilla que era la realidad”, explicaría años después García, quien incluiría en los inicios de su proyecto solista “Los dinosaurios”, otro himno cuestionador.
Las redadas policiales a la salida de los conciertos se volvieron habituales. Músicos y seguidores se confundían en las comisarías donde debían dar cuenta de sus aficiones. “Al tratarse de una música identificada con los jóvenes, víctimas principales de la dictadura, las prácticas sociales del rock (recitales, códigos de vestimenta, consumo de drogas, aspecto físico, etc.) fueron objeto de hostigamiento. Aun así, el rock no desapareció. Su represión no fue prioritaria en los planes de la dictadura, quizá porque no se creía que fuera vehículo de crítica política”, menciona Pujol.
Entendida como voz de conciencia o no, la maquinaria siguió funcionando, y esa continuidad le permitiría al movimiento argentino diferenciarse de sus pares de la región. En los setenta, debilitados por el contexto sociopolítico o desplazados por otras corrientes artísticas, el efervescente rock de los sesenta (hubo proyectos en ese periodo en Perú, Chile, Uruguay) sufrió una merma en varios países vecinos.
Las condiciones estaban dadas para el siguiente paso: la masificación definitiva.
Porque, si bien ya se habían consignado acontecimientos multitudinarios (la despedida de Sui Generis, por citar un caso), el rock estaba impregnado aún de un aire complejo que lo distanciaba del consumo popular. Su difusión mediática era relativa y limitada. Paradójicamente, el envión faltante llegaría con un episodio trágico: la Guerra de Malvinas. 1982 sería un año clave para la música popular en Argentina. El rock, en vez de refugiarse en un culto endogámico, tomó la senda de la apabullante masividad. Y de ahí a la internacionalización solo había un paso. O mejor dicho, una banda.
—Sobredosis de TV (y radio)—
El rol del episodio Malvinas en el curso del rock ha sido dimensionado en diversas revisiones históricas. Queriéndolo o no, envueltos en el conflicto con Inglaterra, una controversial postura del gobierno militar marcaría un parteaguas en el consumo musical. “La prohibición de difundir música con letras en inglés terminó favoreciendo la propagación del rock argentino en los medios masivos de comunicación”, anota Pujol.
De pronto, canciones antes vetadas de Nebbia, Raúl Porchetto o Miguel Cantilo ocupaban lugares centrales en las grillas radiales y televisivas. El 16 de mayo de 1982, en plena guerra, se registraría una postal de la época. En medio del triunfalismo que propagaba el gobierno militar, se realizó en Buenos Aires el Festival de la Solidaridad Latinoamericana, que buscaba recolectar víveres para los combatientes. Spinetta, García, Juan Carlos Baglietto y León Gieco fueron algunos de los protagonistas del encuentro que juntó a más de 70 mil personas y se televisó en señal abierta. Si bien el acto resultó una turbia estratagema del gobierno militar, ya que la ayuda nunca se distribuyó, sirvió para evidenciar el alto poder de convocatoria del rock.
El final de la dictadura (1983) coincidiría con el brote de nuevas propuestas, cuyos sonidos descontracturados inauguraban otras rutas. Virus, Los Violadores, Patricio Rey
y sus Redonditos de Ricota y Sumo tenían poco que ver con lo hecho previamente. Para Pintos, los nuevos tiempos proyectaron una primavera artística. “El proceso de renovación llegó con la democracia. En términos estéticos, la influencia de The Police (que había visitado la Argentina en 1980) era visible”. Estando ya afianzada la presencia radial, la mediatización de estos grupos no tardó en convertirlos en fenómenos colectivos.
De esa camada sería Soda Stereo, que marcaría un punto de quiebre hacia afuera. En 1986, con dos discos exitosos a nivel local (el debut homónimo y Nada personal), la banda de Gustavo Cerati emprendió una gira por Colombia, Perú y Chile que sería determinante para el rock latino. Fernández Bitar, autor también de Soda Stereo: la biografía total, considera que la performance en el festival de Viña del Mar fue la catapulta perfecta al ámbito internacional. “A partir de la televisación de su presentación en Viña, se evidenció un interés especial por la imagen que querían proyectar. Soda tenía una visualidad pop, que hoy podríamos emparentar con una especie de One Direction. Pero la calidad de sus discos demostraría que no solo eran un invento pop, sino una propuesta madura, que evolucionaba continuamente”, refiere Fernández Bitar.
Soda Stereo marcaría un punto de quiebre en la internacionalización del rock argentino. (Crédito: REUTERS)
Estos jóvenes desprejuiciados, con cierto aire new wave, conseguirían la internacionalización definitiva del rock argentino (en años previos algunas canciones viajaban fuera del país hacia cerrados círculos artísticos). Sus temas fueron número uno en toda la región y cada nueva composición parecía una lectura correcta del gusto masivo, con letras transversales que difuminaban fronteras. “Hicieron versos que tocaron mágicamente el inconsciente colectivo de la juventud. Literales o metaforizados, siempre se mantuvieron en la innovación popular”, añade Fernández Bitar.
¿Por qué la propuesta de Soda prendió? Además de las cualidades propias del producto, se dieron condiciones externas a la mente del lúcido Cerati para la propagación del fenómeno. “El retraso de la producción rockera en otros países de Latinoamérica (la mengua de los setenta) puso al rock argentino en condiciones de exportación”, ensaya a modo de explicación Fernández Bitar. Las formas de circulación también tendrían un rol protagónico en esa divulgación. La temprana instalación en Argentina de compañías discográficas como RCA y CBS fue determinante para la sostenibilidad y expansión de una industria cuyo desarrollo era excepcional en la región. Posteriormente, la presencia de MTV y la revista Rolling Stone reforzaría el impacto del rock como fenómeno de masas.
La afectiva relación con Latinoamérica la consolidarían artistas como Andrés Calamaro, Los Fabulosos Cadillacs o Fito Páez, cuyo disco El amor después del amor (1992), con más de un millón de copias, sigue siendo el más vendido en la historia de Argentina. En esa operación hubo un bloque que prefirió refugiarse en el mercado local. Un rock menos preocupado en los dilemas internos que en describir los márgenes de la sociedad. Fue una veta que tuvo como pioneros a Pappo y Sumo, y que alcanzó niveles fuertes de pertenencia con Patricio y sus Redonditos de Ricota (el fenómeno hoy se traslada a su líder, el Indio Solari, o bandas como La Renga).
Fito Páez en concierto. Lima, 1995. (Foto: Archivo)
Estos artistas mostraron el costado más visceral de la sociedad, pero fueron también los menos difundidos fuera del país. “Creo que fue decisión personal de estos grupos no salir a pelear el mercado exterior. El mismo Charly no hizo mucho por internacionalizarse, fue la divulgación de su música lo que lo forzó a salir. Soda sí fue claro en su propósito de ser ‘alguien’ afuera”, comenta Pintos.
Aun sin las espaldas anchas de los íconos (García, Cerati, Páez, Calamaro, etc.), el sonido barrial de estos grupos influyó en la experiencia vital que hoy supone el rock en el país. La música se tornó un espacio de identidad imprescindible y casi ineludible para los jóvenes. Lejos del elitismo, sus variantes comerciales y barriales se inscribieron en lo popular, ya sea como “vendible” o “auténtico”. Esas formas casi futbolizadas de vivirlo son un sello de la pasión que despierta. “Lo que fue una cultura de resistencia se convirtió en una popular, equivalente al tango o al folclore. En Argentina el rock es un rito de iniciación para los más chicos. Por todo el país hay pequeños ‘Woodstock’, actos casi de peregrinaje. Todo eso conforma un elemento de pertenencia”, explica Fernández Bitar.
Los especialistas entienden el retroceso de la influencia en el continente como parte de una situación generalizada. No hubo renovación de referentes porque en el escenario mundial tampoco la hubo. Además, “los países de la región han desarrollado sus propias escenas, dejando atrás la colonización porteña”, menciona Pujol.
Cincuenta años después del encuentro entre Tanguito y Nebbia, con una extensa estela de nombres encima (“podríamos tener un Hall of Fame argentino”, dice Pintos), la rebeldía argentina sigue activa, quizá ya menos preocupada en sonar afuera, y apostando por mantener la balsa de Los Gatos a flote.
Cosquín Rock en el Perú
Desde hace 17 años, al llegar febrero, miles de camisetas negras agitan las apacibles sierras cordobesas. Durante tres días, Cosquín, una pequeña localidad dedicada al reposo turístico, se convierte en el epicentro musical de Argentina. Más de 100 mil personas, de procedencias diversas, se reúnen al pie de las montañas para rendirle tributo al rock.
Ya con una mitología propia, el festival Cosquín Rock se ha convertido en una parada obligada para todo melómano, y en el escenario soñado de cualquier músico. “Es una ceremonia imperdible para bandas y público. Lo que ocurre a nivel nacional durante el año se refleja en cada edición de Cosquín”, describe José Palazzo, el empresario que, en plena crisis económica del 2001, se la jugó por crear el festival.
La última edición tuvo un tinte retrospectivo, acorde al marco celebratorio por los 50 años del rock. Pedro Aznar, Fabiana Cantilo, David Lebón, Fito Páez, Los Fabulosos Cadillacs, Los Violadores, Los Pericos y Todos Tus Muertos fueron algunos de los referentes que desfilaron por los escenarios. Tras homenajear a los forjadores, Palazzo no deja de pensar en futuro y extiende los brazos de Cosquín al continente.
“Internacionalizar el festival tiene que ver con armar canales para que bandas argentinas, colombianas, peruanas, chilenas y mexicanas puedan ir trasladándose por Latinoamérica. Queremos ser el carril por el que bandas que la gente conoce por Internet puedan verse en vivo”, refiere.
En setiembre se realizará en Lima la primera edición peruana del festival. El intercambio de experiencias se estableció en febrero, cuando el power trío peruano Cuchillazo mostró su explosiva propuesta en Córdoba. Palazzo asegura que el line up que llegará a nuestro país mezclará artistas argentinos consagrados con nuevas propuestas, además de la importante cuota local. A esperar la primavera, cuando la flota argentina invada Lima.
Cuchillazo en el Cosquín Rock del presente año, en Córdoba, Argentina.