No deseo loarte a través de un réquiem, porque sé cuán inútil podría resultar para un hombre como tú, huidizo y burlón de todos o cualesquiera convencionalismos.
En todo caso, solo quisiera informarte brevemente sobre lo que pasó a tu alrededor, la madrugada de tu muerte y luego, cuando estabas en la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús de Barranco, recto e insobornable. Por lo pronto, te informaré que los jóvenes y las jóvenes que emigran del centro a la ciudad a la periferia, de Miraflores y la Lima cuadrada al Parque de Barranco, se divertían de lo lindo tomando helados de fresa o tragos cortos en los bares de moda, ajenos a que algo hubiera ocurrido como el que uno de los más grandes pintores se había muerto. Había que ver cómo se divertían, cómo entraban y salían de los socavones de neón, cómo pretendían amarse en plena calle, mientras adentro sonaban las copas y algunas bandas de jazz o de folklore.
Tú estabas en tu cajón, rodeado de murmullos de artistas e intelectuales que acudían a verte yacente sobre una de las más dramáticas verdades del hombre: su naturaleza corpórea, tú, ya sin movimiento, sin risa abierta, sin tongo ni bastón con los que engatusaste a medio mundo, a los reporteros inhábiles que creían encontrar en la anécdota, la esencia de tu vida; con lo que te burlabas de los snobs del arte y la literatura. Se escuchaban frases cortas de condolencia a tu alrededor de hombre yerto, ¿cómo murió, no? se preguntaba alguno como si tu muerte no hubiese estado anunciada, Humareda; pero por eso mismo, a ti nada de eso te conmovía, tengo la leve impresión de que no te importaba nada ya, ni un pelo de lo que estaba pasando fuera de tu muerte. Ya te habías reído con tiempo de los prejuicios y los convencionalismos y lo de ahora no era sino una raya más que nada le hacía al tigre...
Indudablemente, nada te preocupaba ya, pero, lo que no quiero obviar es el susurrarte sobre el triunfo de las muchachas de Seúl. Esa noche jugaron como diosas. Hubieras visto a Cenaida Uribe, a Gaby o a Rosa García colocando la bola en lugares a donde nadie podía llegar y, ¡punto para Perú!, y entonces el orgullo de ser peruano y ser feliz, nos hacía olvidar, no solo que estamos peor que antes o igual, sino que tú ya no estabas en el Hotel Lima, sino en otro hotel, tal vez una pascana, un lugar que te quedaba estrecho, pero a fin de cuentas, en plena libertad de hacer lo que te pluguiera con tus gusanos interiores.
ALAT pergenaba esa noche en su redacción, un desesperante artículo sobre Bharati, el ojo de la palabra y el ojo de la verdad, como una dilucidación de lo que significa la verdad, la dificultad de encontrarla, sus arbitrariedades, una indirecta a los que se creen dueños de la verdad cuando esta es tan difícil ubicarla como una butaca en el teatro La Cabaña de Sebastián.
Sin embargo, creo que tú sí encontraste la verdad, tenías tu verdad que era la manera como interpretabas el mundo que como en el tango fue y será una porquería, ya lo sé, porque así nomás, ¿quién se ríe del mundo? Todos nos ponemos trágicos, nos desesperamos, le tenemos pánico a las enfermedades y a la muerte. Y tú, no, Víctor Humareda. Tú viviste al son que te tocaban, es cierto, viviste entre borrachos y prostitutas, pero no porque lo hayas querido, sino porque las circunstancias te lo exigían, eras un filósofo del ajo.
Muchos de nosotros nos queríamos compadecer de ti, de tus payasadas, pero éramos los que tomábamos tus actos como la cáscara de la nuez, no como la nuez misma. Qué bien que nos supiste mantener en el suspenso y ser carne de cañón para nuestras irreverencias, qué bien que supiste acomodar el mundo a tu medida y no tú a la medida del mundo.
Primero, te fuiste a vivir en la periferia, repito, no con borrachines ni prostitutas, sino entre ellos. Tu ingenio está en el uso sutil de las preposiciones. Porque esa era tu verdad, no te gustaban los borrachines y las prostitutas, los detestabas, lo que te gustaba era lo que ellos eran para ti, lo que significaban para tu verdad.
Llegando, llegando, te habías asqueado de la sociedad limeña tan hipócrita e irreverente con los provincianos. Y, pasa el tiempo, les sale un Vallejo o un Arguedas o un Humareda y se alocan, no saben qué hacer, empiezan a inciensarlos olvidándose o pretendiendo olvidarse de los agravios iniciales.
Cuando los que saben de pintura se dieron cuenta de que eras un pintor de genio, entonces te llegó tu hora: Empiezas a cobrar tu deuda social, te vistes de gala con el tonguito y el frac negro aquel y posas para los desprevenidos, para los snobs, para los reporteros que creemos tener frente a nosotros una extraordinaria primicia.
¡Cuánto desbarramos!
Te quería dar cuenta objetiva de lo que sucedió la noche de tu muerte y de cuando te velamos y te enterramos, pero sé que no ha de gustarte. Hasta el último momento fuiste un hombre trágicamente feliz. El cáncer creyó que te iba a hacer arrodillarte, pero se equivocó de punta a punta. Te mató, es cierto, pero nada más.
Porque la mayoría de nosotros vive y muere. Y cuando muere, adiós. Pero, tú, no. Tú moriste y has vuelto a vivir, qué raro. Qué privilegio.
Digo, quería contarte sucesos objetivos y me he metido en un laberinto del cual quiero salir poniéndole punto final a este informe, que no es un réquiem. (MJO)
*Publicado el 30 de noviembre de 1986 en El Dominical