Adelanto de "Las sombras de Quirke", de Benjamin Black - 1
Adelanto de "Las sombras de Quirke", de Benjamin Black - 1
Redacción EC

El coche de Sinclair era un Morris Minor prematuramente envejecido. Había sufrido un prolongado maltrato, ya que Sinclair era un pésimo conductor. Se sentaba al volante con el asiento tan atrás como era posible y, envarado y con los codos estirados como si manejara el coche a distancia, pisaba al azar y con gran fuerza los pedales y movía la palanca de cambios como si estuviese desatascando una tubería. A lo largo de las calles arboladas del sur de la ciudad, el coche entraba y salía de las balsas de sombra y, cada vez que emergía, la luz del sol resplandecía en el capó y centelleaba en el cristal del parabrisas.

Al aproximarse a los muelles les llegó el hedor del río; un poco más adelante sintieron la fragancia densa y empalagosa de la malta que se tostaba en la fábrica de Guinness. No habían intercambiado una sola palabra desde que dejaron Ailesbury Road; nunca tenían gran cosa que decirse. A pesar de sus recelos, Quirke sentía un respeto sincero hacia la profesionalidad de Sinclair. Desconfiaba de él, no como médico, sino como hombre, y sospechaba que aquel sentimiento era mutuo. Casi nunca hablaban de Phoebe y hasta era raro que mencionaran su nombre.

Quirke entró en el hospital con las palmas de las manos húmedas y el corazón latiéndole con fuerza. La misma sensación que solía tener al final del verano, cuando el comienzo del curso escolar estaba a la vuelta de la esquina. Reconoció el olor familiar a medicinas, a vendas, a desinfectante y a otras cosas indescriptibles. La nueva chica de recepción sonrió a Sinclair, pero a él no le prestó ninguna atención. Los pasos de ambos resonaron mientras descendían por los escalones de mármol hacia los consabidos pasillos, las paredes pintadas del color de los mocos y las losetas de caucho caramelo oscuro, que chirriaron bajo sus pies. Se alegró al notar que, a pesar del tiempo transcurrido, su despacho conservaba un tufo rancio a cigarrillos y también a él. Tocó el respaldo de la silla giratoria tras la mesa, pero se sintió cohibido ante la idea de sentarse en ella. Lanzó su sombrero al perchero, falló y el sombrero cayó junto al archivador. Sinclair lo recogió.

Una gran ventana daba a la sala de disección y a la figura cubierta sobre la mesa de autopsias.

—Muy bien —dijo Quirke, quitándose la arrugada chaqueta de lino—, vamos a echarle un vistazo.

No necesitó más de dos segundos, el tiempo de girar hacia la luz la calavera cubierta por una tensa y apergaminada piel, para comprobar que las sospechas de Sinclair estaban fundadas. La hendidura sobre la oreja izquierda era el resultado de un salvaje golpe intencionado. No sabía cómo lo sabía y no existía ninguna base científica para aquella conclusión; como en el caso de Sinclair, no era más que un pálpito, pero confiaba en él absolutamente.

—¿Me dijo que el coche se estrelló antes de incendiarse? —preguntó.

—Chocó contra un árbol.

—Me pregunto a qué velocidad iría.

—El policía no lo mencionó. ¿Cree que pudieron golpearle en la cabeza, lo colocaron en el asiento tras el volante con una marcha puesta y a continuación soltaron el embrague para que el coche se pusiera en marcha?

Quirke no contestó, absorto en la contemplación del cuerpo retorcido y carbonizado; luego le dio la espalda. Sinclair cubrió el cadáver con la sábana de nailon. Incluso allí abajo se percibía el calor de la calle, denso como la miel. Las luces en el techo zumbaban. En la lejanía se oía la sirena de una ambulancia que se aproximaba.

—Venga, invíteme al menos a una taza de té —dijo Quirke. […]

En la cafetería del cuarto piso, el humo de los cigarrillos creaba una delicada nube azulada que se mecía en la luz que entraba a raudales por los tres ventanales del fondo.
Una delgada cinta de vapor procedente de la gran tetera ascendía temblorosa, y olía a repollo y beicon cocido. Solo unas cuantas mesas se hallaban ocupadas; los pacientes, algunos vendados o con una cicatriz, iban en bata y zapatillas, mientras que los visitantes daban la impresión de estar bien aburridos e irritados, bien preocupados y llorosos. [...]

—¿Qué opina entonces? —le preguntó Sinclair—. ¿Son meras figuraciones mías?

Quirke miró por la ventana hacia los tejados de erizados chimeneas y abrasados por el sol.

—Tal vez —contestó—. Supongo que no se localizó ningún arma.

—¿El famoso instrumento romo? —Sinclair lanzó una pequeña risa burlona—. Ya se lo dije, el agente que se presentó aquí estaba convencido de que se trataba de un suicidio, aunque su informe no diga nada al respecto. Es increíble la cantidad de conductores que se estrellan accidentalmente contra un árbol o contra un muro de piedra a medianoche.
O que se caen al Liffey con los bolsillos llenos de piedras —prendió un cigarrillo—. Por cierto, ¿cómo se encuentra usted?

—¿Cómo me encuentro? —molesto por la pregunta, Quirke intentó ganar tiempo. Sacó su pitillera y encendió asimismo un cigarrillo—. Estoy bien. Todavía tengo jaquecas y algún que otro breve episodio en blanco, pero no tengo alucinaciones. Parece que ya son parte del pasado.

—Eso está bien, ¿no?

Sinclair no era un tipo efusivo y su tono mostraba un interés cortés, nada más.

—Sí, imagino que sí —asintió Quirke, ligeramente a la defensiva—. Lo que me deprime es la confusión, esa sensación de avanzar a tientas a través de la niebla. Eso y la incertidumbre… Me refiero a no saber con seguridad si llegaré a encontrarme mejor de como me encuentro ahora. ¿Y cómo sé siquiera si ahora mismo no me encuentro igual a como se encuentra todo el mundo y la única diferencia es que los demás no se quejan? ¿Alguna vez ha tenido usted visiones? ¿O ha salido de un estado de trance y se ha dado cuenta de que no tenía ningún recuerdo de lo que había sucedido en la media hora anterior?

—No —contestó Sinclair, golpeando con suavidad el extremo de su cigarrillo contra el borde del cenicero metálico que había sobre la mesa—. Aunque quizá eso solo signifique que no tengo mucha imaginación. Además, yo no bebo tanto como usted… —se interrumpió de golpe, ruborizado.

—No se preocupe —dijo Quirke—, probablemente tiene razón. Probablemente lo único que me sucede es que he sido un borracho durante tantos años que la mitad de mis neuronas se han muerto.

—Lo siento, no quería decir… —replicó Sinclair, azorado, con la vista baja.

Quirke se inclinó hacia delante, apagó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero y carraspeó.

—En cuanto al pobre desgraciado del
coche, aceptémoslo: ambos estamos convencidos de que le golpearon en la cabeza, le metieron en el coche y pusieron en marcha el vehículo para que se estrellara contra el árbol y pareciese un accidente o un suicidio.

—¿Ha notado el fuerte olor a gasolina?

—Sí, pero ¿qué importancia tiene eso? La gasolina explota… Los coches en llamas siempre huelen así.

—¿Tan fuerte? Es como si al tipo lo hubieran rociado.

Quirke reflexionó unos instantes mientras tiraba hacia fuera de su labio inferior.

—No hay duda de que alguien lo quería muerto.[...]

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Sinclair.

Quirke sonrió.

—Creo que iré a ver a un viejo amigo.


La editora y periodista Margarita Valencia entrevista a John Banville en la FILBo en 2015, preguntándole sobre el uso de su pseudónimo Benjamin Black.

Sobre el autor

(Crédito: EFE)

John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) es narrador y periodista. Colaborador de The New York Review of Books. Es autor de casi una treintena de libros, entre los que destacan las novelas Birchwood (1973), Kepler (1981), El libro de las pruebas (1989), El intocable (1997), Imposturas (2003), El mar (2005) y La guitarra azul (2016). Es también cultor de la novela negra. Bajo el pseudónimo de Benjamin Black, ha publicado nueve libros: ocho novelas que componen la saga protagonizada por el doctor Quirke; y La rubia de ojos negros (2014), donde resucita al detective Marlowe de Raymond Chandler.

Sobre el libro

Título: Las sombras de Quirke
Autor: Benjamin Black
Editorial: Alfaguara
Páginas: 312


John Banville sobre el origen de Benjamin Black (en inglés).